MANUEL ARROYO, EL CORREO 12/01/13
El pacto removió los cimientos morales de una sociedad anestesiada ante el terrorismo etarra.
Probablemente, ni el más optimista de los siete firmantes del Pacto de Ajuria Enea podía sospechar que aquella fría tarde de un 12 de enero estaban abriéndose un hueco en los libros de Historia. Arremolinados en torno a una sobria mesa plagada de micrófonos, el lehendakari José Antonio Ardanza y los líderes de todos los partidos vascos, salvo Herri Batasuna, suscribieron hace hoy 25 años mucho más que una proclama unitaria contra el terrorismo. Conscientes o no de la profundidad que tendría el paso que daban, sentaron las bases de la derrota política de ETA y sembraron una semilla que germinaría, casi un cuarto de siglo después y tras múltiples vaivenes, con la desaparición de la violencia por decisión unilateral de la banda y sin contrapartidas.
El acuerdo fue fruto de la generosidad de un puñado de políticos que supieron anteponer el bien común a sus egoísmos partidistas, tras tejer entre ellos un clima de complicidad sin precedentes. Y resultó exitoso mientras duraron el espíritu que lo alentó y esa excepcional sintonía personal. Con el paso del tiempo, los sucesivos cambios de discurso y estrategia de varias formaciones, los relevos al frente de algunas de ellas y la adopción de decisiones unilaterales que inevitablemente abrían fracturas entre sus protagonistas destrozaron los pilares del consenso, que acabó por volar por los aires una década después.
El pacto supuso un antes y un después en la deslegimitación del terrorismo, que entonces aún suscitaba una cierta comprensión social en ámbitos de Euskadi no vinculados al MLNV. La persistencia de torturas en los cuarteles y los atentados de los GAL solo sirvieron para engordar ese estado de ánimo. Además, dibujó una clara línea divisoria en la sociedad vasca. A un lado, los legítimos representantes de la voluntad popular mayoritaria, con un apoyo en las urnas del 80%, que reivindicaban con firmeza esa condición y expresaban una unidad sin fisuras frente a la violencia. Al otro, ETA y los corifeos que justificaban –y han seguido justificando durante largos años– el terror como consecuencia de un «conflicto» histórico sin resolver y como vía para la consecución de objetivos políticos que zanjaran esa deuda pendiente. El acuerdo desnudó ese discurso de una banda que, encasquillada en su locura asesina, aspiraba a negociar con el Ejército y aún intentaba disfrazarse, sin ropaje alguna para ello, en genuina depositaria de los deseos del pueblo vasco.
El documento contribuyó a remover los cimientos morales de una sociedad vasca anestesiada y sin capacidad de reacción ante el tiro en la nuca o las bombas por doquier. Una Euskadi en la que el miedo del silencio se imponía a cada atentado; en la que las víctimas de aquellos ‘años de plomo’ –en su mayoría, uniformados de la Policía, la Guardia Civil y las Fuerzas Armadas, pero también mandos de la Ertzaintza– eran enterradas en soledad y sin el menor abrigo de calor humano. O con el cobarde susurro justificatorio de «algo habrá hecho». Una imagen colectiva para no estar satisfecho cuando se vuelve la vista atrás.
Lo mejor y lo peor
Aquel acuerdo contribuyó a poblar las calles, tanto tiempo amordazadas, de gritos contra la violencia. Ayudó al nacionalismo democrático a hacer pedagogía sobre cómo los intolerables medios empleados por ETA prostituían los fines políticos que decía perseguir y le hacían imposible compartirlos con ella y sus adláteres. Engrandeció el liderazgo político del lehendakari Ardanza –su gran artífice y valedor– en Euskadi y en el resto de España. Y sirvió para ir inoculando, incluso en los más descreídos, el mensaje de que el futuro político de Euskadi estaba solo en manos de los legítimos representantes del pueblo y en su capacidad para tejer compromisos. En ningún caso, en las de una organización terrorista.
La gestación del pacto visualizó lo mejor de la política al alumbrar un entendimiento entre diferentes en busca de un bien común por encima de los legítimos intereses partidistas. Un ejemplo a seguir 25 años después. Por contra, su tortuoso final –que abrió una descomunal fractura entre los demócratas, enzarzados en utilizar el terrorismo como arma arrojadiza en la lucha por el voto sin medir las consecuencias de esa estrategia– sirvió para exhibir con toda su crudeza las peores miserias de la cosa pública. Una lección que conviene aprender. Aunque solo sea para no repetirla.
MANUEL ARROYO, EL CORREO 12/01/13