EL CORREO 23/01/15
JOSÉ MARÍA ROMERA
· Hasta hace poco, el terrorista era visto como vehículo de un designio superior, como el ejecutor de una venganza razonable
Cada vez que los etarras cometían un crimen, entre las reacciones más viles de la gente que miraba para otro lado destacaba una frase ominosa, repetida una y otra vez como un ritornelo macabro: «Algo habrá hecho». Con esas palabras hablaba la cobardía necesitada de pretextos para encubrir su indiferencia, pero también esa era la voz de la complicidad sorda, del amparo incierto, de la simpatía indisimulada por el verdugo. Las víctimas, por descontado, no habían hecho nada, o al menos nada que mereciera el inapelable castigo de la muerte. Pero la frase venía a arrojar sobre ellas una sospecha de culpa y por tanto las situaba en el foco del juicio, lo cual dispensaba de la incómoda tarea de enjuiciar al asesino. Más aún, lo exculpaba, puesto que su acción quedaba en un segundo plano, reducida a la consecuencia lógica de un acto previo desencadenante de la furia. En el peor de los casos, el terrorista era visto como simple vehículo de un designio fatal superior, como la mano ejecutora de una venganza razonable o de una sentencia imputable al error o la negligencia del asesinado: él se lo había buscado. Ni que decir tiene que nadie o casi nadie admite ya ese perverso desplazamiento del mal. Por fortuna unos y otros hemos recapacitado hasta caer en la cuenta de que al abrir aquella grieta por la que se colaban la insinuación de culpa de las víctimas y la apología de los verdugos, nuestra sociedad cedió al terrorismo un terreno moral que nunca debía haber abandonado. Pero he aquí que a raíz de la matanza parisina del 7 de enero reaparecen los viejos fantasmas con otros ropajes. Las iniciales repulsas del crimen fueron cediendo paso poco a poco a un debate que quizá debería haberse reservado para mejor ocasión: el de los límites de la libertad de expresión. Oyendo no pocas declaraciones sobre el particular y muchos de los artículos escritos desde el infausto día, da la impresión de que lo relevante no son los asesinados, sino aquellos a quienes ofendieron con sus dibujos. No el crimen, sino las caricaturas. No la violencia física sobre las personas indefensas, sino la provocación icónica a unas colectividades hipersensibles, agraviadas y merecedoras de un exquisito respeto, de cuyas creencias los matarifes se erigieron en representantes. Nos suena, ¿verdad? Lo diga algún teórico del relativismo intercultural o lo diga el Papa de Roma, el caso es que unos y otros nos exhortan a comprender el sentimiento de los ofendidos antes que a condolernos por las muertes de los asesinados y lo que estas representan. A fin de cuentas, algo habrían hecho. Es verdad: algo hicieron, y si se nos apura algo que nadie está obligado a compartir ni en la forma ni en el contenido. Pero se olvida que manifestar esa discrepancia en el marco de unos espantosos sucesos como los de París es dar argumentos al asesino.