Carmen Martínez Castro-El Debate
  • La moderación, como la buena educación, tiene una razón de ser. Se empieza llamando «indecente» a un rival político y se acaba poniendo a las lumis a pastar del presupuesto

Tal vez el rasgo que mejor define a los políticos populistas sea su lenguaje descarado cuando no abiertamente provocador. Las declaraciones altisonantes o los insultos no solo garantizan el tráfico en redes sociales, también otorgan un fraudulento marchamo de autenticidad. El ataque feroz, la grosería o el exabrupto se interpretan como un ejemplo de honradez; si un político habla sin filtros, como cualquiera de nosotros cuando estamos en la tertulia del bar, se hace acreedor de un plus de autenticidad frente a cualquier otro personaje dispuesto a medir sus palabras y sus pasiones. Mentir con desahogo convierte al mentiroso en un crack de la política mientras que decir la verdad con respeto se ha convertido en cosa de pusilánimes y cobardicas.

El ruido que acompaña a la política en estos tiempos nos ha llevado a olvidar que se puede hacer una gestión eficaz contra la inmigración ilegal sin necesidad de denigrar a los inmigrantes, del mismo modo que se puede ajustar el gasto público sin enarbolar con orgullo una motosierra. También hemos aprendido que las proclamas de progresismo pueden esconder pactos indignos que consagran la desigualdad entre ciudadanos. Pero nadie parece dispuesto a juzgar a los políticos por sus resultados, sino por la radicalidad de sus proclamas y así nos va.

Este fenómeno está tan acreditado que hace unos meses el semanario The Economist se preguntaba si los políticos moderados no deberían aprender de sus rivales populistas esa habilidad en el uso del lenguaje para recuperar la conexión con un electorado cada vez más enfadado y radical. La propuesta es tentadora, pero arriesgada: ¿se puede hablar como un populista sin acabar convirtiéndose en uno de ellos? Me temo que no.

La moderación, como la buena educación, no responden a prejuicios obsoletos y anacrónicos, tienen una razón de ser; son los instrumentos que nos hemos dado para llevar una convivencia pacífica con personas que no son como nosotros ni piensan como nosotros. Comportarse en sociedad supone reprimir parte de nuestros instintos y apetencias, no solo por cumplir la ley, sino como gesto de respeto a quienes tenemos enfrente. La cortesía no es esa antigualla que nos dicta si estirar o no el meñique a la hora tomar el té, es la manera en que demostramos nuestra consideración hacia los demás.

Pero ese criterio ha dejado de operar en política; lo vemos cada día en el Congreso de los Diputados, lo vemos cada martes en la sala de prensa de Moncloa y lo hemos visto este viernes en el Despacho Oval de la Casa Blanca. Si esa falta de cortesía además se ejerce desde una posición de poder se convierte en algo mucho más inquietante y peligroso. Cuando Sánchez levantó su muro contra la mitad de los españoles en aquel debate estaba anunciando todas las agresiones que ha ido perpetrando desde entonces contra nuestro Estado de derecho.

Se ha dicho hasta la saciedad que en democracia las formas son tan importantes como el fondo y la falta de contención verbal suele ir pareja a la falta de contención en todo lo demás, en el uso de la mentira como argumento político, en la ocupación de las instituciones, en el abuso de poder, en las decisiones arbitrarias y en todo tipo de prácticas corruptas. Se empieza llamando indecente a un rival político y se acaba poniendo a las lumis a pastar del presupuesto.