Vicente Vallés-El Confidencial
- Hablar mucho y dar versiones contrapuestas cada diez minutos se ha convertido en la estrategia de defensa de personajes como Villarejo o Bárcenas
Es tentador considerar como alegoría de la España actual la imagen de Villarejo con un parche en el ojo —debido a una enfermedad—. El personaje no alcanza la categoría requerida para tan alta representatividad, pero ha conseguido que los diferentes gobiernos que pasaron durante su larga y azarosa —y, a la vista de lo ocurrido, manifiestamente prescindible— carrera como policía le convirtieran en el perejil de todas las salsas.
Por desgracia, Villarejo y su parche sí son el icono de algunas cosas que nos han ocurrido como país desde hace tiempo: la sensación de impunidad de determinados cargos públicos y privados relevantes; la relación ‘non sancta’ entre algunos ámbitos policiales, judiciales, políticos, económicos y mediáticos durante varias legislaturas y con distintos partidos en el poder; y el parsimonioso funcionamiento de nuestro sistema judicial, que no ha podido someter a Villarejo a juicio por alguna de las treinta causas por las que se le investigan, hasta el punto de casi cumplir el límite de cuatro años para estar en prisión provisional y, por tanto, tener que ordenar la libertad del imputado.
Que la fiscal general del Estado haya sido ministra de Justicia y diputada del partido en el poder y que su pareja sea abogado del despacho que representa a otros investigados en esas causas son solo complementos que bien podrían inspirar uno de esos antiguos vodeviles de enredo, consistentes en que los personajes entran y salen de una habitación a otra, con puertas que se abren y se cierran, y en medio de tramas absurdas, confusión continua y diálogos hilarantes.
Y el espectáculo continuará. Lo advirtió su principal protagonista, que ya inició la pantomima a las puertas de la prisión. En cuestión de días tendrá la posibilidad de explayarse en el Congreso cuando comparezca ante la comisión Kitchen, que pretende investigar cuán largas fueron —o son— las tuberías del Estado, esas que según la novedosa utilidad que les ha encontrado Villarejo “no generan mierda, la limpian”. Lástima que en España las comisiones de investigación parlamentarias sean comisiones y parlamentarias, pero nunca investiguen nada. Sí son una distracción para periodistas y un foro para el exhibicionismo de determinados diputados con hambre de balón, con voracidad por el protagonismo mediático, con necesidad de hacer méritos dentro de su partido, o las tres cosas a un tiempo.
“¡Júzguenme!”, pidió Villarejo con razón —en esto sí la tiene— a las puertas de la Audiencia Nacional. “Voy a desenmascarar a todos”, advirtió después de asegurar que no pretende amenazar ni poner nervioso a nadie. Una cosa y su contraria en la misma frase para, a continuación, darnos explicaciones tan prolijas como superfluas sobre registros en la cárcel en los que “me han mirado el esfínter”, buscando algún móvil escondido en lugares tan remotos de su anatomía. Más cañerías.
La incontinencia —verbal— del personaje es un vergel de entrecomillados para los amantes del tuiteo y la liviandad. Será interesante comprobar si ese comportamiento tan expansivo consigue buenos resultados ante un tribunal. Hablar mucho y dar versiones contrapuestas cada diez minutos se ha convertido en la estrategia de defensa de personajes como Villarejo o Bárcenas, que comparten, como poco, tres características: ambos tienen mucho que ocultar, mucho que contar sobre sí mismos y sobre otros —si es que ya es creíble algo de lo que digan— y mucho dinero. Y esas tres características están anudadas las unas a las otras, porque sin cosas que ocultar nada interesante tendrían que contar, ni se hubieran hecho ricos.
Hace muchos años, Felipe González ya dejó dicho que “el Estado de Derecho se defiende desde las cloacas y los desagües”. No fue González quien se ocupó de crear esa fontanería, ni es algo en lo que España tenga la exclusividad. Pero aquí, la elección de los fontaneros nunca ha sido una demostración de ‘finezza’. Hemos tenido demasiados mortadelos ocupándose de asuntos importantes, con consecuencias muy graves para el país. Porque, además, esas labores en las plantas subterráneas del Estado no pueden ser incompatibles con la ley. No sirve ponerse pretendidamente digno, como el coronel al que Jack Nicholson da vida en ‘Algunos hombres buenos’, cuando defiende delante de un tribunal que ordenó el código rojo (“¡Pues claro que lo hice, joder!”, responde a las incisivas preguntas del abogado de la acusación, interpretado por Tom Cruise) porque “vivimos en un mundo que tiene muros y esos muros han de estar vigilados por hombres armados”, y alguien tiene que hacer el trabajo sucio. El argumento no sirve.
Villarejo debiera ser un personaje irrepetible, porque irrepetibles debieran ser también los fisgoneos chapuceros, los chantajes en reservados, las conspiraciones cutres y el robo a manos llenas. “Yo no fui un policía normal”, espetó a los periodistas. Eso ya lo sabíamos. “No pensé que estaban tan zumbaos para montar este ‘show’”, amenazó después a quien pueda sentirse amenazado. Un ‘show’ en el que es difícil encontrar algunos hombres buenos.