¿Cuándo fue la última vez que una recomendación de Netflix estuvo a la altura de las expectativas generadas por su propaganda? ¿Qué serie de Netflix actual es capaz de sostenerle la mirada a clásicos como Los Soprano, Mad Men o Breaking Bad? ¿Por cuántas series de Netflix de los cinco últimos años habría valido la pena pagar, de forma individualizada, si no hubieran estado incluidas en la tarifa plana de la plataforma?
Dos preguntas más. ¿Cuántas veces te has sorprendido a ti mismo rebuscando con hastío en el catálogo de Netflix durante más tiempo del razonable sin dar con una sola serie que parezca merecer el tiempo que se debería invertir en ella?
Y la segunda. ¿A cuántas series de Netflix has concedido el beneficio de la duda para retirárselo a los quince minutos, hastiado por el catálogo de sandeces aparentemente diseñadas para espectadores con el encefalograma no ya plano, sino devastado?
Y eso sin entrar en el inagotable repertorio de chucherías woke que cualquier espectador adulto debe pagar como canon para disfrutar de esas series de Netflix con repartos diseñados al milímetro para darle cuota a todas las minorías raciales y sexuales de moda en los garitos más elitistas del barrio neoyorquino de Nolita.
Decía Lou Reed que el heroinómano sólo vive el placer de la heroína la primera vez que la prueba y que el resto de sus pinchazos son sólo un patético y siempre frustrante intento de repetir ese primer pinchazo deífico.
Algo similar pasa con las plataformas de streaming. Pero muy especialmente con Netflix. A la búsqueda del nuevo El ala oeste de la Casa Blanca, un servidor se ha tragado, por ejemplo, y con distintos grados de cabreo postcoito, series absurdas como Stranger Things, Unorthodox, Misa de medianoche, Halston o Space Force. También películas como Aniquilación, Criminales en el mar o No mires arriba. Con mucha generosidad por mi parte, doy por amortizado el precio de la suscripción por pequeñas joyas, si no magistrales sí muy disfrutables, como Shtisel, Diamantes en bruto o El último baile.
Pero poco más.
Este primer trimestre de 2022 ha sido el primero de la historia de Netflix en el que la plataforma ha perdido suscriptores. El descenso de 200.000 socios es apenas una gota en el mar de 220 millones de suscriptores globales de Netflix. Pero ha provocado la pérdida de un 35% del valor de sus acciones. Desde octubre del año pasado, la caída de la capitalización bursátil de Netflix es ya de 200.000 millones de dólares.
Los motivos de esa caída son varios y no tienen que ver, al menos no de forma directa, con el febril entusiasmo con que Netflix sermonea a sus suscriptores.
Y eso porque el suscriptor interesado en escapar de las homilías izquierdistas de turno ha aprendido ya los trucos necesarios para detectar qué productos de la plataforma son puro adoctrinamiento. No me obliguen a mencionarlos porque un servidor no quiere acabar procesado por un presunto delito de odio. Pero digamos que determinadas palabras clave en el resumen de la serie en cuestión funcionan como eficaz repelente para espectadores atentos. Mi preferido es «autoestima». Si «autoestima» va acompañado de «mujer joven» o de las palabras «racializada» y/o «género», tómenselo como se tomarían el sonido de un cascabel surgido de la nada en el desierto de Oaxaca.
The woke mind virus is making Netflix unwatchable
— Elon Musk (@elonmusk) April 20, 2022
La caída de Netflix tiene más que ver, en realidad, con factores como la dureza competitiva del sector de las plataformas de streaming, con su apuesta por la cantidad en detrimento de la calidad, con su carencia de productos emblemáticos (como las marcas Marvel, Pixar o Star Wars de Disney+, o como la nueva serie basada en el mundo de El señor de los anillos de Prime Video) y con una imagen alejada del sello de calidad que se le presupone a HBO.
Sello de calidad, por cierto, que le ha hecho ganar a HBO tres millones de suscriptores durante los mismos meses en los que Netflix perdió 200.000.
El resto de problemas de Netflix, incluido el aumento de sus precios o el anuncio de que bloqueará la posibilidad de compartir la cuenta con otros usuarios, son secundarios en su caída actual y futura. También lo es el fin de la pandemia, que ha lanzado a los suscriptores a las calles y les ha alejado de la televisión (y del teletrabajo, tan beneficioso para Netflix y el resto de plataformas de streaming).
Algo más de culpa tiene eso que los anglosajones llaman binge-watching. Es decir, las maratones de una serie que se publica completa, desde el primer al último capítulo. Una estrategia que arruina los cliffhangers y que impide que los usuarios hablen de dicha serie entre capítulo y capítulo y esta crezca poco a poco hasta convertirse en un fenómeno viral (como ocurrió por ejemplo con Lost en su momento).
Netflix es, sí, la pionera de las plataformas de streaming. Pero también lo fue en cierta manera Nokia en el mercado de los teléfonos móviles y ahora es poco más que una marca de segunda fila en el mismo sector que ella hizo crecer hasta niveles de pandemia tecnológica.
Si algo demuestra la caída de Netflix es que el mercado de las plataformas ha madurado y que, tras una primera fase de atracón y glotonería, el espectador ha acabado volviendo a la racionalidad del producto distintivo y alimenticio. Por su calidad (Succession, quizá el único clásico de los última década), por su atractivo comercial (Juego de tronos) o por su inescapabilidad (todos queremos estar en LA conversación, no simplemente en UNA conversación: una mala hierba es sólo una flor en el lugar equivocado y una obra maestra que sólo ves tú, un tuit de recomendación al que nadie hará caso).
Si algo demuestra la caída de Netflix es que esa tesis mesiánica tan propia de los inadaptados sociales de Silicon Valley que vaticinaba un mundo digital atomizado con una oferta infinita y «democrática», sin prescriptores ni intermediarios y directa de productor a usuario, estaba radicalmente equivocada. Nos hemos comido la tienda entera de chucherías y hemos descubierto que la inmensa mayoría de ellas sabían a cuerno quemado. Es hora de volver a los restaurantes para adultos y a la recomendación del crítico gastronómico, no a la del tipo de la mesa de al lado.