Andrés Montero-El Correo
- La invasión de Líbano responde a la agresión incesante de Teherán con Hezbolá
Expresidente de la Sociedad Española de Psicología de la Violencia
Digamos de inicio que en cualquier guerra la víctima más injustificada e insidiosamente afectada es la población civil. Familias enteras y personas desplazadas de hogares, expoliadas en sus existencias, privadas de cualquier mínimo de derechos humanos, cuando no objetivos explícitos de operaciones militares, y entonces torturadas, ultrajadas, heridas, mutiladas o muertas. En Israel y Palestina esas víctimas forman parte de ambos pueblos difuminados entre esquemas geopolíticos.
Advertido ese prólogo, la invasión israelí de Líbano. Al igual que todos los ataques israelíes sobre territorios vecinos, se trata de una acción militar de respuesta. Israel no es un agresor ofensivo, sino un actor defensivo. Es evidente que esta afirmación genera rechazo y polémica en una sensibilidad, la española, mayoritariamente propalestina. Pero el apoyo al pueblo palestino no debería implicar la falsificación torticera de la historia, aunque bien sabemos que no hay relato emancipador que no conlleve una adulteración mítica como armazón, ni siquiera el israelí. Y, con todo, la realidad que sepultamos bajo los relatos de conveniencia es terca, si logramos escarbar lo suficiente para llegar a ella.
Desde su misma constitución, el Estado de Israel ha sido objeto de ataques de violencia por parte de actores geopolíticos, vecinos árabes o, actualmente, persas, expresándose militarmente o a través de grupos terroristas. Israel siempre ha respondido con sus cuerpos de ejército o los servicios de Inteligencia a esos ataques. Luego está la cuestión de la gradación, de los tiempos, de los alcances o de las legitimidades que puedan concurrir en cada caso: Israel no es ajeno a los errores, ni al ejercicio de violencias inadmisibles, ni a cálculos tácticos o geoestratégicos interesados. Valga como ejemplo de invalidaciones de la razón israelí la rampante incursión ilícita, con ocupación ilegal de tierras y el acoso, agresión y expulsión de familias palestinas en Cisjordania. Sin embargo, la invasión de Líbano es la respuesta a la agresión de Irán, incesante a lo largo de los años, a través de la milicia Hezbolá, que a su vez tiene secuestradas una porción significativa de las instituciones y del territorio del propio Estado libanés, siempre al borde de ser un Estado fallido.
La intervención en Líbano es una asignatura ineludible tras el pogromo de Hamás de octubre de 2023. Entonces Israel inició una operación de entrada en Gaza para mermar en lo que fuera factible a Hamás, rescatar en lo posible a los rehenes secuestrados y sentar las condiciones a futuro para una reconstrucción de Gaza que no suponga una amenaza permanente sobre Israel. Gaza era lo urgente, pero Hezbolá en el norte ya era un objetivo marcado incluso con anterioridad. El grado de sofisticación y precisión aireado por las fuerzas militares y de Inteligencia de Israel sobre la infraestructura y el organigrama de la milicia iraní instalada en Líbano informa con rotundidad de la larga preparación tras el ataque militar. De hecho, desde la perspectiva israelí, el teatro de operaciones contra Hezbolá es cronológicamente anterior a la incursión en Gaza, aunque Hamás trastocó el orden de batalla.
El propósito y el alcance de Israel contra Hezbolá es el mismo que sobre Hamás: desarraigarlo territorialmente y destruirlo orgánicamente. Lo conseguirá a medias, en los dos casos, porque ambas milicias terroristas son extensiones de un poder geopolítico, Irán, que no ha cesado en su objetivo estratégico de aniquilar al Estado hebreo. A lo largo de décadas, Irán se ha venido empoderando y el enfrentamiento directo entre ambos países es una posibilidad que, si las realidades sociopolíticas en Israel e Irán continúan escoradas hacia donde actualmente se encuentran, tarde o temprano será inevitable.
Paradójica pero imaginativamente, algo que podría desactivar la amenaza iraní antes de una escalada militar -que no sería inmediata- entre Estados sería una alianza árabe-israelí. Es verdad, suena descabellado, a ciencia ficción. Sin embargo, Irán es un adversario geopolítico de los países árabes en Oriente Próximo, y un enemigo de los pueblos suníes. Por otro lado, la mítica solución del Estado Palestino, si alguna vez llega, es imposible sin la garantía árabe de que Palestina no será un caballo de Troya de Irán ni un reservorio de yihadismo.
Entre otros factores, el pogromo de Hamás trataba de cortocircuitar, precisamente, un acercamiento árabe-israelí a través de Arabia Saudí. Ahora es inviable ese escenario idílico, pero anotémoslo. Queda estabilizar y reconstruir Gaza, rehabilitar una Autoridad Palestina avalada por patrocinadores árabes, asegurar la frontera israelí del norte e invertir en desembrollar el tal vez imposible caos de gobernanza libanés. Después, si lo permite un incierto orden mundial aceleradamente cambiante, podría comenzarse a soñar sobre una inaudita alianza árabe-israelí para Palestina.