Cristian Campos-El Español
Vox anda contagiado con una cepa extraña del virus de la esquizofrenia. Esquizofrenia que se manifiesta en una retórica combativa como el Conan de John Millius y que clama por una batalla cultural contra la izquierda a cara de perro, pero que regala de forma genuflexa todas las victorias políticas a esta. Para Vox, que José Luis Martínez-Almeida haya aprobado sus presupuestos es una victoria (atentos) de la izquierda.
La realidad es que, como esos quinceañeros enamorados de la niña más repipi de la escuela, nadie en España ve con mejores ojos a la izquierda que Vox. En la cabeza de los de Abascal, la izquierda goza de infalibilidad divina y gana incluso cuando pierde. Lo que confirma, en lógica correspondencia, la intrínseca inferioridad de una derecha que no puede convencer ni cuando vence.
Visto con interés entomológico, no existe otra conclusión posible que la de que Vox envidia a la izquierda. No en sus políticas, pero sí en su capacidad de seducción, que Vox percibe como irresistible. Quizá intuyendo en ella el mismo magnetismo emocional del que gozan las religiones.
Intuyen bien. El socialismo es la versión actualizada del cristianismo y de ahí los celos de un Vox que todavía debe asumir que él es, de todos los hermanos de la camada de herederos de la religión, el menos deseado por su padre. Y de ahí esa relación de amor-odio con el socialismo, el verdadero hijo pródigo del cristianismo.
Cuando ayer las redes sociales de Vox estallaron de indignación contra José Luis Martínez-Almeida por la aprobación de los presupuestos madrileños a cambio de un puñado de chucherías irrelevantes, pregunté en Twitter de forma retórica si Vox, acaso, preferiría estar en el lugar de la izquierda madrileña en vez de en el de Almeida e Isabel Díaz Ayuso. Es decir, en la oposición y condenado a apoyar los presupuestos del PSOE a cambio de alguna subvención intrascendente a alguna fundación conservadora irrelevante, o controlando los gobiernos de la mayor ciudad española y de la segunda región económica más potente de la UE después de la de París.
A tenor de las respuestas, no cabe duda alguna de que los simpatizantes de Vox preferirían estar en el lugar de la izquierda. Porque en su visión de la realidad, la aprobación de un presupuesto de 6.000 millones de euros anuales es menos que nada en comparación con la aplastante victoria que supone para la izquierda que el Ayuntamiento de Madrid cuelgue una placa con el nombre de Almudena Grandes en algún rincón de la ciudad.
Se confirma que uno es de derechas en aquello que conoce bien, de izquierdas en aquello de lo que no tiene ni puta idea y de Vox en aquellas baratijas con las que fabula mientras espera el advenimiento de una Susanna Griso de derechas. La batalla cultural de Vox no consiste por tanto en secar el pantano de dinero público que alimenta los chiringuitos de los partidos, sino en colocar a los suyos (la fundación Madrina, por ejemplo) en el lugar que ahora ocupan los de los otros (el Orgullo).
Vox, en fin, no discute el marco, sino el dibujo. Y eso es, precisamente, todo lo que podría desear la izquierda para perpetuarse en el poder: que la derecha mantenga la estructura de mancebías chupópteras en pie para no tener que reconstruirla piedra a piedra cuando vuelva a ganar las elecciones.
Cuando pregunté, de nuevo en Twitter, si Vox estaría entonces dispuesto a aprobar los presupuestos de Pedro Sánchez a cambio de una placa con el nombre de Agustín de Foxá en alguna calle de Madrid, la respuesta fue que el programa de Almeida es, coma arriba, coma abajo, el mismo que el de Más Madrid, Podemos y el PSOE.
No dicen lo mismo, sin embargo, de esa reforma laboral de Yolanda Díaz que sigue siendo la misma que la del PP con un par de cambios cosméticos. Lo dicen a raíz de una eximia mención honorífica a una escritora que a duras penas merecerá una nota a pie de página en la historia de la literatura española del siglo XX.
Vox ve gigantes izquierdistas donde sólo hay molinos. Entre Barcelona y Madrid, las ciudades emblema de la izquierda y la derecha españolas, el simpatizante de Vox no ve tampoco mayor diferencia que entre dos huevos de la misma gallina. Tampoco la debe de ver entre Corea del Norte y Corea del Sur. A fin de cuentas, el Gobierno de la Corea democrática ha implantado también medidas de control social destinadas a luchar contra la Covid, lo que demuestra de forma innegable que no existe diferencia alguna con sus vecinos dictatoriales del norte. Como en el chiste del barril de vino y la gota de hiel, una sola gota de vino derechista en un barril de hiel izquierdista es visto por Vox como un barril de hiel estalinista, y una sola gota de hiel izquierdista en un barril de vino derechista, también como un barril de hiel estalinista.
Vox admira tanto a la izquierda que incluso replica una de sus tácticas más burdas, pero también más efectivas. Frente al ideal, Vox suele oponer los hechos (la violencia real de los menas frente a la utopía de un multiculturalismo de kebabs y festivales de artesanía). Y frente a los hechos, Vox opone el ideal (un programa conservador de máximos y sin renuncia alguna, es decir la aspiración de un niño, frente a un presupuesto aprobado tras un puñado de concesiones menores, la realidad de los adultos).
En realidad, todo este asunto es bastante más hipócrita de lo que pretende Vox. Porque el objetivo de los de Abascal, que sí aprobaron unos presupuestos de Isabel Díaz Ayuso cuya línea ideológica (no en la retórica, pero sí en la práctica) es indistinguible de la de José Luis Martínez-Almeida, era darle una patada a Pablo Casado en el culo de Almeida. Sólo que la patada no se la iba a llevar Almeida, sino los madrileños.
Pero el riesgo de un órdago es que el rival te lo acepte. Que es lo que ha ocurrido en Madrid con un José Luis Martínez-Almeida que le ha hecho el mejor favor posible al PP gracias al error táctico de Javier Ortega Smith. Ahora el PP sabe que incluso en la peor de las circunstancias posibles tendrá (no siempre, pero sí a veces) escapatorias políticas a su alcance que le permitirán esquivar los órdagos de Vox.
Vox sabe ahora, por su parte, que el hecho de que el PSOE corra en campo abierto y protegido por un corro de la patata populista formado por docenas de amigos interesados no quiere decir que el PP esté encerrado a solas en una habitación con ellos. Nada le interesa más a Vox (y también al PSOE) que sugerir la idea de que el PP no tiene aliados posibles más allá de Santiago Abascal. Pero Almeida ha demostrado que sí los tiene y que el precio a pagar será en cualquier caso mucho menor del que supone Vox.
De momento, Almeida tiene dos años por delante para desarrollar un programa al que Vox sólo aportará quejas (y para fundir a Ortega Smith a propaganda). Todo lo que ocurra de bueno en Madrid a partir de hoy será a pesar de Vox. Y todo lo malo, culpa también de Vox, que se opuso a unos presupuestos perfectamente razonables cuando, de acuerdo a su visión marciana de la realidad, podría haber obtenido una victoria política aplastante sobre el PP y sobre la izquierda pidiendo a cambio de su sí una medallita de latón para, por ejemplo, Andrés Calamaro.
Porque eso es la batalla cultural, ¿verdad? Lo REALMENTE importante: que te regalen latón y unas pocas decenas de miles de euros para alguna asociación afín mientras la izquierda lo gobierna todo.