José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
El alcalde la capital de España ha roto durante la pandemia con el paradigma de la antipolítica y la crispación sin recurrir —todo lo contrario— al populismo
Cuando el sur de Manhattan, el mayor distrito de Nueva York, se convirtió en la zona cero de la tragedia el 11-S de 2001, el primer edil de la ciudad, el republicano Rudy Guliani se erigió en poco tiempo en «el alcalde de América» y la revista ‘Time’ le ensalzó en su portada como el «hombre del año». El hoy abogado de Donald Trump (hay políticos que progresan y otros que retroceden) demostró su capacidad de gestión, su propensión a la empatía con las víctimas del brutal atentado y ofreció seguridad y certezas a los ciudadanos neoyorkinos. Llegó a aspirar, sin lograrlo, a la candidatura republicana a la presidencia de Estados Unidos.
Salvando todas las distancias que se quieran, José Luis Martínez-Almeida, primer edil de Madrid, se ha convertido en el alcalde de España y, cuando pase la pandemia, alguna instancia social, empresarial o mediática le reconocerá que ha sido el político más destacado en esta crisis. Y lo ha sido inopinadamente. Se observaban ya algunos apuntes de gran sentido político en este abogado del Estado de 45 años con escasísima relevancia hasta que accedió a dirigir el consistorio madrileño con el apoyo de Ciudadanos y Vox.
Pero ha sido el azote del Covid-19 el que ha destapado al alcalde de la capital de España como un gestor público inteligente y como un político con instinto. Anticipándose al Gobierno y a la declaración del estado de alarma (14 de marzo), Almeida puso en marcha decisiones, presencias y discursos que le han granjeado un reconocimiento transversal, demostrativo de que se puede (y se debe) hacer política de unos modos y con unas maneras que incrementen los valores de la convivencia.
Sin indicación de ninguna otra autoridad, el alcalde estableció la moratoria del pago de alquileres de las viviendas municipales y ordenó la supresión de desahucios hasta el 30 de junio; hizo aprobar beneficios fiscales para los servicios de hostelería y ocio de la ciudad, cerró el zoo, los teatros, cines y parques de atracciones; habilitó nuevas instalaciones para las personas sin techo; suspendió los plazos administrativos; compró material sanitario por un importe de 19 millones de euros y la urbe ha mantenido todos sus servicios esenciales (policía local, limpieza, transportes, recogida diaria de basuras). La labor de los bomberos municipales, está siendo extraordinaria. Y, además, el alcalde se ha proyectado al exterior al contactar frecuentemente con los ediles de las principales ciudades del mundo.
«Ha sabido auscultar y tomar el pulso a la ciudadanía y sintonizar —en decisiones, gestos y palabras— con la hondura emocional de Madrid»
Sus decisiones han sido rápidas y sus gestos elocuentes. Un enorme «gracias a todos» se ha impreso sobre la bandera de España en la fachada del Ayuntamiento en la Plaza de Cibeles. Y Almeida ha traducido esas palabras en presencias constantes en los escenarios más lúgubres: en las morgues, en residencias de ancianos, en hospitales y en centros operativos. Lo ha hecho con discreción pero de manera sistemática, ateniéndose a un discurso que ha circunvalado con habilidad los argumentos de confrontación más excitantes contra el Gobierno, sin desautorizar ni a los dirigentes de su partido ni a la presidenta de la Comunidad. En definitiva, Martínez-Almeida ha sabido auscultar y tomar el pulso a la ciudadanía y sintonizar —en decisiones, gestos y palabras— con la hondura emocional convulsa de una ciudad que, como Madrid, ha sido —sigue siéndolo— la zona cero de la pandemia.
Interesa mucho la lección que el alcalde de la capital de España ha ofrecido a propios y a extraños. La esencial consiste en que no es enteramente cierto que la política realice una «selección adversa» de los que la ejercen. O en otras palabras: que hay políticos que merecen la pena, son competentes y mantienen una correcta relación con la realidad. Pero no es el único aprendizaje que nos depara su comportamiento. Porque el alcalde de Madrid demuestra que la militancia en la derecha democrática no tiene que percibirse reaccionaria, no debe perder su carácter propositivo y no precisa de una ácida y permanente confrontación y que la crítica al adversario es imprescindible sin que su formulación le convierta en enemigo.
La pandemia está siendo un fenómeno esencialmente urbano. De nuevo las ciudades emergen como entes con perfiles específicos frente al Estado, frente a las comunidades autónomas y frente al mundo rural. El Covid-19 acredita que su morbilidad y su mortalidad encuentran sus mejores condiciones en las concentraciones urbanas, en la aglomeración, en la cercanía física, en el inmenso aluvión de personas de distintas procedencias que recorren sus calles, sus universidades, sus museos, sus teatros, sus comercios y grandes superficies, sus estaciones y sus aeropuertos. Por eso, la tendencia es que las grandes urbes se empoderen y que a su frente se sitúen dirigentes de envergadura. Como Martínez-Almeida, que ha roto el paradigma de la antipolítica y de la crispación. Sin recurrir —todo lo contrario— al populismo.