- A cierta derecha española le ocurre lo que a Rita Hayworth en La dama de Shanghai: «Cuando empiezo a hacer el idiota, nadie puede detenerme’
El 29 de abril del 19, Pablo Casado estaba políticamente muerto. Un día antes, el PP había perdido 71 escaños, 3,5 millones de votos y se había quedado a tan sólo nueve diputados por encima de Cs. Alberto Núñez Feijóo reclamaba la cabeza de Teodoro García Egea y exigía a Génova un giro al centro. Un mes después de aquella pesadilla, el 27 de mayo, tras las elecciones regionales y locales, el líder del PP recuperaba el aliento, el pulso y hasta la voz.
José Luis Martínez Almeida e Isabel Díaz Ayuso, personajillos anónimos que deambulaban afanosamente por la segunda fila de formación, sin relieve ni proyección alguna, fueron los hacedores del milagro, los salvadores del líder demediado, los que logaron, en esa noche que se prometía triste y otúmbica, transformar a Génova de oficio de difuntos en fiestón de Pachá. Contra pronósticos, augurios, apuestas y quinielas, Almeida resultó elegido alcalde y Ayuso, presidenta de la Comunidad, cargos que amarraron luego de las pertinentes y tediosas negociaciones.
Los tres protagonistas de este trío inusual militaban amigablemente en las Nuevas Generaciones madrileñas y engrosaban las nutridas filas de los ‘jusos’ de la derecha, esos jóvenes airados, ansiosos por mudar de piel, por subirse en marcha al caballo de la modernidad, por abandonar las herrumbrosas estampas del pasado. Herederos de Aznar y de Esperanza, en las antípodas de Rajoy, sin rastro de tancredismo, complejos o corrupción, defendían una actitud descarada y moderna, europea y liberal. Sobre todo Ayuso, más avanzada que sus compañeros y menos comprometida con causas de sacristías.
En un movimiento ágil y certero, la presidenta madrileña reaccionó a la ofensiva murciana de Cs-PSOE, convocó elecciones anticipadas el 4-M y redondeó una victoria sin precedentes
Volvería Ayuso a rescatar a Casado de otro borrascón. Feijóo había renovado su mayoría absoluta por cuarta vez, imperator absoluto de Galicia, pero el PP sucumbía en forma estropajosa en País Vasco y Cataluña, en cuya campaña el líder popular incurrió en severos patinazos de los que hacen daño en las urnas. En un movimiento ágil y certero, la presidenta madrileña reaccionó a un ataque de Cs-PSOE en Murcia, convocó elecciones anticipadas el 4-M y redondeó una victoria sin precedentes. Y ahí empezó todo.
El PP subía en las encuestas, el PSOE se precipitaba al vacío, Podemos se desintegraba alegremente en un griterío de vecindonas desportilladas, Vox se atascaba en su entusiasmo, se recomponía la imagen de Casado y todo anunciaba el retorno de la derecha a la casa grande del poder y la gloria. Entonces estalló el conflicto. En verano y en calzones. Una guerra declarada por Génova contra ‘la musa de la libertad’, ‘la Juana de Arco de Chamberí’, ‘la reina de Madrid’, fenómeno político y mediático a escala continental. A cierta derecha española le ocurre lo que a Rita Hayworth en La dama de Shanghai: «Cuando empiezo a hacer el idiota, nadie puede detenerme’.
Aparece entonces en escena el alcalde, casi inédito en la función. Pese a su condición de portavoz nacional del partido, se había mostrado alejado de la trifulca, sin papel claro en esta representación
Egea contra Miguel Ángel Rodríguez, Casado contra Ayuso, Génova contra Sol, el PP contra el PP. Un galimatías absurdo, un disparate irracional propio de un primer acto de Jardiel. Aparece entonces en escena el alcalde, casi inédito en la función. Pese a su condición de portavoz nacional del partido, se había mostrado alejado de la trifulca, sin papel claro en esta representación. Prudente, casi aséptico, evitaba enfrascarse en el pulso por la presidencia del PP madrileño, que Ayuso, como es natural, reclama para sí.
Pronto mudó su oficio de casco azul pacificador por el de actor beligerante en la disputa. Incluso con un papel protagónico. A más Almeida menos Ayuso, se pensaba en el cuartel general de Génova, ofuscados en la idea de que «hay que acabar con la lideresa antes de que ella acabe con nosotros». Incluso le han contratado a un director de estrategias procedente de Cs para catapultar su imagen a escala nacional. Y en esas andan, a dos pasos de la convocatoria de unas primarias que abrirán la puerta da una batalla fraticida y feroz, desgarrarán la unidad del partido y, por supuesto, concluirán con un vencedor y un vencido, tocados ambos (uno más que otro) e irreconciliables.
Tan sólo hay dos vías para que el PP abandone el sendero del error y evite el estropicio venidero. Que Casado se sacuda el fardo de suspicacias, melindres, sospechas y cavilaciones que lleva a la espalda, como ese saco de detritus con el que carga Fernando Rey en el Oscuro objeto de Buñuel, y haga lo que en justicia corresponde. Nombrar a Ayuso presidenta regional como ocurre en el resto de las comunidades. Lejos de pasarle factura, este cambio de actitud le ganaría el aplauso de cuadros y militantes, asombrados y catatónicos ante el incalificable espectáculo de automoribundia al que están asistiendo.
El alcalde ha de tomar la iniciativa y ofrecerse a secundar la lista de Ayuso en el futuro organigrama del partido, una decisión lógica y razonable que consolidaría su imagen de tipo guay, enrollado y simpático
La otra posibilidad es también muy sencilla. Que el alcalde, uno de los perfiles más valorados por la derecha, pese a su pifia municipal y espesa del ‘Madrid Central’, tome la iniciativa y se ofrezca a secundar la lista de Ayuso en el futuro organigrama regional del partido, una decisión lógica y razonable que consolidaría su imagen de tipo guay, enrollado, simpático, alguien que está para sumar y no para dividir, y acabaría de un plumazo con la actual situación, una guerra de desgaste camino de la secesión, que solo beneficia al PSOE, como se aprecia en las encuestas. «Alcalde, no te metas, apártate de ese lío», le sugieren veteranos militantes y entregados votantes cuando se lo cruzan con él.
Podrá Almeida llegar un día a la Moncloa, si es que tal cosa pretende o acaricia, quién sabe, pero tal supuesto no ocurrirá si para ello ha de pasar por encima de la tabernaria prodigiosa, porque tal camino es errado, tal posibilidad es imposible. Es más, si no rectifica sus posiciones, el alcalde logrará convertirse en el personaje aquel del cuento de Bioy: «Mamá, en al hall hay un señor que en su tiempo debió ser una gran nulidad». A Almeida, Génova lo mata. A Ayuso, Madrid le da vida.