- Iba para líder nacional. Eficaz y mediático. Se enredó en las puñaladas de Génova contra Ayuso y ahora le salpican en un vodevil de comisiones. Almeida bracea contra su destino
Érase un alcalde demediado, un político en desgracia, un cartel desportillado, una promesa quebrada, un futuro agostado, un presente malherido y una esperanza abrasada. A José Luis Martínez-Almeida se le ha puesto cara de tango. Para unos, de falluto, que en lunfardo se dice de quien es falso y desleal. Para otros, de cachivache fané y descangallado, un gallo sin espuelas, un juguete roto.
Tres veces le pidió Pablo Casado que aceptara la portavocía nacional del PP. El edil madrileño respondió las tres veces que sí. «No entiendo porqué insistió tanto si yo nunca me negué «, explicaba por entonces. Ahora lo entiende. Ahora se arrepiente. Ahora reconoce que debió rechazar a la primera aquella oferta envenenada. Cosas del ego. Renunció al cargo minutos antes del terremoto que arrojó por la borda a los causantes del estropicio. Casado y García Egea ya son historia. Su entonces portavoz, bracea desesperado para no serlo.
Ha ensanchado las aceras, como hizo Gallardón con la calle Serrano. «Una ciudad más paseable y más humana» dicen los cursis. Aquí derrapó. Prometió liquidar el Madrid Central, idea de Manuela Carmena, la edil de las madalenas y los refugiados por un día, y no cumplió. El corazón de la ciudad se cerró a los viejos cacharros de los currelas y se abrió de par en par a los autos relucientes y ecoguays. Lo que se pretendía verde derivó en marrón. Y grande.
Le aplaudían por la calle, le jaleaban en los estadios, le reclamaban en los actos, le ovacionaban por la Castellana. Se prodigaba en los medios con profesional soltura. Un fenómeno. Algún visionario lo imaginó incluso camino de la Moncloa
Cuando la pandemia, la buena gente de Madrid le perdonó la pifia. Sus pactos de la Villa, un calco voluntarioso de los de la Moncloa, le ensancharon la imagen, al ritmo de sus aceras. Sus fotos descargando alimentos para las oenegés, como un José Andrés de bolsillo, lo encumbraron. Filomena, luego, pudo ser su tumba y se trocó en acierto. Sobrevivió a todas las desgracias, creció en todos los conflictos. Le aplaudían por la calle, le jaleaban en los estadios, le reclamaban en los actos, le ovacionaban por la Castellana. Se prodigaba en los medios con profesional soltura. Un fenómeno. Algún visionario lo imaginó incluso camino de la Moncloa.
Intrigó contra Ayuso, en ese navajeo canalla que destrozó el partido. Para enmendarlo, cesó a un Carromero, de la especie de los sicarios, y, condenado a ser Bruto, apuñaló a un Casado minutos después de proclamarle su adhesión inquebrantable. La presidenta madrileña le perdonó la afrenta. A un año de nuevas elecciones no conviene destrozar ese tándem ficticio que tanto satisface a Feijóo. La desgracia, sin embargo, continúa. Un vodevil de pícaros envuelto en un tráfago de mascarillas le persigue como una maldición. El hermano guapo de un duque hermoso, a pachas con un granuja garrulo y un primo del alcalde, al parecer sin mácula, se han conjurado en un chusco sainete de comisiones en pandemia. Vuelta a los sudores y a los temblores.
Ximo Puig tiene a su hermano doblemente imputado por presuntos trapicheos subvencionados. Mónica Oltra sigue de vicepresidenta pese al espanto del los abusos, por parte de su ex, a la menor tutelada. En este caso de asco y pavor, de una depravación embrutecida, ya van trece imputados. Carmen López, la diputada madrileña que acosó a Ayuso en la asamblea regional, ha sido despojada de sus atribuciones parlamentarias porque su hija, sindicalista de fuste, está acusada de birlarle dos millones a la UGT.
¡Ah pero Ayuso! ¡Ah pero Almeida!. Volvemos a los trajes de Camps, 140 portadas y fue absuelto. O a Rita Barberá, hostigada y torturada por el caso del pitufeo, archivado a título póstumo. La izquierda, de una depravación suntuosa, apesta y calla.
Casado, Almeida y Ayuso, el trío imbatible de la nueva derecha. El primero cayó. La segunda sobrevive, entre embustes y patadas. El tercero sobrevuela un infierno de turbulencias. Bajo el estigma de la infamia, maldice entre dientes, reniega en silencio, jura en arameo y se cisca con enconado odio en unos cuantos trepas que le fallaron. No es, diría Bernard Shaw, de los que abandonan su firmeza y se rinden al llanto y al lamento. Soporta las acometidas con desesperada fiereza y apenas se queja, ni aun en privado. «Las cuitas leves hablan, las grandes son mudas», recitaba Séneca. El alcalde en llamas sopla y resopla antes de consumirse en cenizas.