Pedro José Chacón Delgado, EL CORREO, 15/6/12
Las afirmaciones inaceptables de nuestro Alonso Quijano deberían llevar a quienes mantienen la sensatez en su partido a removerle del cargo que ocupa, hoy mejor que mañana
Hace unos días hemos asistido a la puesta de largo de nuestra versión pedestre del Quijote vasco, que culmina así su particular cruzada contra los encantamientos españoles que impedirían que el País Vasco fuera lo que siempre quiso ser. Estaríamos ante el último capítulo, el mejor sin duda (’¡Vive la France!’, El Correo, 9-6-2012), de una deriva que viene ya de unos años a esta parte, con las llamadas «conversaciones de Loiola» como referente en el tiempo, allá por 2006. Quien firma semejante batiburrillo de ideas, que rabian de verse juntas, es nada menos que el presidente del PSE y lo que podría pasar, con cierto esfuerzo de la imaginación, por genialidad de un héroe vasco, triste simulacro del manchego inmortal, trasladado de su ámbito natural literario a la política de primera línea adquiere una dimensión insólita y se convierte en una bomba de relojería para su propio partido.
Estamos ante una sarta de contradicciones y lugares comunes, mezcla de nacionalismo y progresismo a partes iguales, que encima quiere pasar por novedosa y resolutiva. Afirma seguro que «el himno español no emociona a nadie»: ¿qué efecto espera de esa suposición en los millones de españoles que sí sienten una emoción, e incluso profunda, al oírlo? ¿Así piensa culminar la campaña de «convivencia entre diferentes» de este Gobierno socialista vasco? Considera la Constitución de Bayona la primera del constitucionalismo español: error de bulto que cualquier constitucionalista le hubiera aclarado de inmediato. Y grita emocionado «¡Vive la France!», desde el mismo título de su artículo: ¿cómo exigirle cierta coherencia con el hecho de que Francia, si es respetada en el concierto internacional y valorada como modelo político es gracias a una política de Estado que le permite la autosuficiencia energética y un poder militar incontestable? Un país admirable, sin duda, pero del que se olvida, para la ocasión, que Iparralde no tiene reconocimiento ni siquiera administrativo, y donde a sus ciudadanos, por sentido cívico y patriótico, no les importa tener más de cincuenta centrales nucleares repartidas homogéneamente por todo su territorio.
Hay aquí una pretendida enjundia intelectual, por parte de nuestro Alonso Quijano redivivo, que se resuelve en afirmaciones inaceptables, que deberían llevar directamente a quienes mantienen la sensatez dentro de su partido a removerle del cargo que ocupa, hoy mejor que mañana. Como cuando sostiene que «todos los males de España siempre he pensado que provienen de la maldita guerra de la Independencia (más bien guerra civil o conflicto internacional en realidad), el último coletazo de aquel error creo que finalizó en Euskadi, 20 de octubre, día de Santa Irene, en que nadie se había fijado». Con esta atrabiliaria conclusión de su versión del conflicto político vasco, viene a situar el terrorismo de ETA (finalizado con la antedicha declaración del 20 de octubre de 2011) como una continuación natural de los conflictos bélicos en España durante el siglo XIX. Es lo mismo que leemos en cualquier historia nacionalista vasca al uso, que interpreta las guerras carlistas como guerras de liberación del pueblo vasco. El presidente de los socialistas vascos asume aquí esa lectura, que es no ya parcial sino manifiestamente errónea, como explicación de nuestra historia contemporánea. ¿Y así se pretende construir desde el constitucionalismo vasco un relato verosímil de nuestra reciente historia que deslegitime al terrorismo y a su propio relato? ¿Pero qué relato vamos a hacer, en el cual las víctimas se sientan reconfortadas en su sufrimiento injusto, si resulta que el presidente del PSE dice que el fin del terrorismo de ETA fue la conclusión histórica del secular conflicto entre los vascos y el Estado español desde la guerra de la Independencia?
Lo más sangrante de todo es que quien afirma estas barbaridades históricas es el mismo que cargaba a hombros con los féretros de sus compañeros de militancia socialista abatidos por el terrorismo. ¿También entonces pensaba lo mismo de los orígenes políticos del conflicto vasco? Entonces, ¿qué hacía militando en el socialismo, qué planteamiento era el suyo con respecto a su propio partido? ¿Se consideraba a sí mismo y a sus compañeros carne de cañón, víctimas propiciatorias y, por tanto, previsibles de un conflicto sin resolver? ¿O es que se veía a sí mismo como opresor de los vascos y veía normal que sufrieran él o sus propios compañeros las consecuencias de ello? El final del terrorismo tenía que depararnos muchas sorpresas lacerantes y esta, sin duda, es una de ellas.
Aquí tenemos, en fin, una de las pruebas más pasmosas y definitivas del desnorte completo de la izquierda española y vasca en el asunto de las identidades. Todavía hay que explicar cosas tan básicas como que el planteamiento foralista, el de la defensa de la identidad vasca, estaba basado en la religiosidad católica y en el privilegio secular, frente a lo que los liberales progresistas y luego los republicanos y socialistas exigieron la igualdad y la laicidad. Pero resulta que hoy, tanto al socialismo vasco revolucionario como al de los herederos de Perezagua y Prieto (si levantaran la cabeza…), para cargarse de argumentos frente al nacionalismo sabiniano, no se les ocurre otra que recurrir al foralismo de finales del siglo XIX, al que patentó políticamente el término Euskal Herria, al del navarro Campión y el pacto con España. Mantienen así la ficción de que se puede reivindicar lo vasco de otra forma. Pero aquí está todo inventado ya. El foralismo vasco fue siempre español, de derechas y católico. Y nacionalismo solo hay uno y nace con Sabino Arana. El fue quien abrió la puerta del independentismo, quien la cerró detrás de sí y quien guarda la llave para siempre bajo la lápida de Sukarrieta.
Pedro José Chacón Delgado, EL CORREO, 15/6/12