Enrique García-Máiquez-El Debate
  • Si la tensión no va a la montaña, la montaña va a la tensión; y el Gobierno mismo se convierte en el agente agitador.

Zapatero fue un precursor. Y el tiempo, que no le dará el título de buen político, lo confirmará como el hombre que marcó el camino a la nueva izquierda. No sólo Sánchez, sino también Iglesias y Yolanda Díaz siguen su senda. El giro tiene un eje: la confrontación. Lo explicó cuando se le escapó, en un robado, tras una entrevista con Gabilondo en 2008, que «nos conviene que haya tensión».

Es el modus operandi que seguirían como una hoja de ruta sus sucesores. La confrontación entre españoles es el clavo ardiendo de la izquierda, porque la rivalidad inhibe la crítica y el estudio de las causas y los efectos. Echando carnaza a la visceralidad, la izquierda rentabiliza tantos años de hegemonía cultural. Han abonado entre la gente una querencia a estar con Palestina antes que con Israel o a temer a la supuesta ultraderecha. Si bajasen el volumen de la agitación, el personal se pondría a pensar. Si movilizan los sentimientos más inducidos, pueden estar tranquilos.

Esta estrategia de alta tensión se despliega en varios frentes: internacional, institucional y callejero. De ahí la apuesta (tan inconcebible desde el punto de vista de los intereses de España) por Gaza hasta el extremo de lanzar una fragata a escoltar a la flotilla solidaria sin el más mínimo sentido militar ni de política internacional. También explica las tibias condenas al asesinato de Charlie Kirk. Por supuesto, el antifranquismo en serie. O las palabras que ponen en boca del Rey, y que lo alejan de su papel de estabilidad y tranquilidad institucional. O el insólito indulto a dos condenados en Zaragoza por lanzar adoquines en un acto de Vox, a los asistentes y la Policía en 2019.

La gravedad de este último movimiento no debería pasársenos por alto. Para que una democracia lo sea, la libertad de expresión de los partidos políticos y su capacidad de hacer campaña en igualdad de condiciones tiene que estar garantizada. No se trata sólo de los adoquines, con lo peligrosos que resultan para la integridad física de los ciudadanos y de la policía. Además, se lapida la diversidad democrática.

Cuando el Gobierno indulta a estos dos personajes, llamados Javitxu y Adrián, manda un mensaje. La portavoz y ministra Pilar Alegría, alegremente (en el sentido de «frívolo») comenta que fueron detenidos durante «unos altercados producidos con ocasión de una concentración contra un acto de la ultraderecha», como si fueran heroicos defensores, y obviando, además, el ataque a la Policía. Señala que la condena responde a «motivos políticos e ideológicos», con lo que arremete contra el poder judicial, que ha dictado hasta tres sentencias condenatorias.

El mensaje es Zapatero puro: les conviene la polarización. Pero se han crecido tanto, eso sí, que no lo hacen secreteando en corrillos con periodistas amigos, sino desde el Consejo de Ministros y con rango de ley. Si la tensión no va a la montaña, la montaña va a la tensión; y el Gobierno mismo se convierte en el agente agitador.

Esta situación demanda una respuesta inteligente. No hay que caer en la tensión, porque entonces le estamos bailando el agua a la estirpe de Zapatero. Pero tampoco en la trampa de que, para no caer en la tensión, la oposición se ponga de perfil. Dos no se pelean si uno no quiere… defender la justicia y la dignidad.

La dificultad, pues, estriba en hacer frente a la provocación de alta intensidad sin caer en ella. Contestar sin pasar una a los abusos, pero sin dejar de recurrir a las razones y a las apelaciones al sentido común, a la justicia, al principio de causalidad y a los valores firmes. ¿Un ejemplo práctico? Denunciar firmemente las intenciones incendiarias o adoquinarias del indulto, dejando claro que el Consejo de Ministros es igual de antisistema y más cobarde que Javitxu y Adrián. Tiran el adoquín, esconden la mano y aplauden y jalean a los gamberros.