- El autor repasa las características de la pobreza en España y la inadecuada respuesta de la propuesta del Gobierno, frente a la que propone una renta básica incondicional.
Igual que España había logrado ser una “gran potencia” en democracia (en el 10% mejor en libertades civiles, independencia de la Justicia, pluralismo…) también somos indudablemente un país próspero: sólo siete en el mundo nos adelantaban hasta ahora en ofrecer un mayor nivel medio de ingresos a más población. Sin embargo, en términos de igualdad de distribución de la renta bajamos la marca: entramos apenas en el tercio de cabeza del escalafón mundial del índice de Gini.
En términos absolutos se habla más bien de “riesgo de pobreza” inferido de la falta de consumo (aunque podría ser voluntaria) de ciertos bienes como comer carne con cierta frecuencia o disponer de un teléfono; surgen pues distintas metodologías y por lo tanto mayor dispersión en los resultados: el PSOE llegó a hablar de 10 millones de pobres en España… cuando gobernaba el PP. Ahora, el Gobierno se fija un objetivo de 2,3 millones de beneficiarios (básicamente excluyendo a quienes tienen un patrimonio de más de 16.000€ sin incluir la vivienda habitual).
La clave de la oportunidad perdida del IMV está en la diferencia entre esta política de renta mínima (completar ingresos hasta alcanzar un umbral) y la renta básica que se podría haber puesto en marcha (conceder de entrada a todos de manera incondicional una misma cantidad y regular la distribución después mediante los impuestos).
Podría parecer la renta mínima más acertada porque concede sólo la ayuda estricta a quien la necesita, pero presenta el gravísimo e insoslayable problema de los desincentivos al trabajo. No se trata de pesimismo antropológico sino de lógica económica: no compensa renunciar a una ayuda o buena parte de la misma por aceptar un empleo precario, con frecuencia penoso y de duración incierta, que se puede perder en pocas semanas tras las que se puede tardar meses en volver a recuperar la ayuda inicial. Esto instala a muchos perceptores de rentas mínimas en la trampa que los sujeta a la periferia de la pobreza (economía informal, marginalidad…).
El PSOE llegó a hablar de 10 millones de pobres en España… cuando gobernaba el PP; ahora, el Gobierno se fija un objetivo de 2,3 millones de beneficiarios
Y éste va a ser en efecto el gran defecto del IMV que el Gobierno demuestra que sabe que no va a resolver, pese a que diga precisamente lo contrario porque “se puede mantener parte de la ayuda aunque se encuentre un trabajo”. La prueba de la falta de sinceridad al respecto es que es el único aspecto clave de la prestación que no recoge el Decreto-Ley, sino que se remite a un reglamento, ocultando así una dimensión clave que desfigura el pretendido carácter “estructural” con que se anuncia la nueva prestación.
En las simulaciones que se filtraron, el IMV que se mantendría sería del 15% respecto a cada euro ganado trabajando…. o sea, que el tipo impositivo marginal precisamente a quienes hay que ayudar a salir de la pobreza rondará el ¡85%!.
Otro defecto recurrente de las rentas mínimas es la baja tasa de cobertura: personas que la necesitan y no la reciben, ya sea por la burocracia, por el estigma social o porque están absolutamente fuera del radar y ni la solicitan. El Ejecutivo anuncia un mecanismo de solicitud coherente con la interoperabilidad regulada en 2015 donde no se requiere aportar documentación de la que ya disponen las administraciones, pero no se entiende entonces por qué la concederán de oficio nada más que a 100.000 hogares, que son sólo un 12% de los 850.000 que dice han comprobado que les correspondería ese “derecho subjetivo”.
La explicación parece estar en la otra gran carencia del instrumento que es la confusa integración con las comunidades autónomas, tal como ocurrió con la Ley de Dependencia que el vicepresidente Iglesias mencionó como referente. En este caso porque todas sin excepción disponen ya de sus respectivos programas de ingresos mínimos, con cuantías a partir de 400 € mensuales y en varios casos superiores a los 462 € del IMV.
Por alergia a cualquier medida que suponga una coordinación efectiva interterritorial, el Gobierno establece un parche sobre 17 parches irregulares en términos de nivel de prestación, definición de hogares y otros requisitos. La verdadera oportunidad del Gobierno, aun si quería limitarse a una renta mínima, habría sido armonizar las prestaciones autonómicas, simplificando su burocracia para mejorar su cobertura y respaldando su financiación.
Sin embargo, no se atreve siquiera a proponer un mecanismo de solicitud conjunta, aunque sí pide a los entes locales y regionales apoyo en la difusión del IMV. Eso sí, al País Vasco y Navarra se les encomienda su gestión pese a que disponen ya de las rentas mínimas más cuantiosas y no se alude por supuesto a recalcular un cupo que les concede más de un 30% más de financiación por habitante.
País Vasco y Navarra gestionarán el IMV pese a que ya tienen las rentas mínimas más altas y no se alude por supuesto a recalcular el cupo, que ya les beneficia en más de un 30%
Se completa el “dispositivo” (el Gobierno argumenta que no es una prestación más, sino un conjunto integrado de políticas públicas) con la alusión a un “sello social” para las empresas que “colaboren”. Tras él se puede adivinar no sólo burocracia prescindible y riesgo de clientelismo sino que parte del presupuesto para el IMV se vaya a detraer en realidad de las postergadas políticas activas de empleo.
Considero que la oposición hará bien en permitir que salga adelante el IMV porque son 3.000 millones de euros que llegarán a gente necesitada, dado que además los habrá en mayor número por la pandemia y la crisis que se está generando. No obstante, el Gobierno debería evitar el triunfalismo especialmente respecto a las oportunidades para los niños y jóvenes: la cantidad es pequeña en términos relativos (0,25% del PIB) y se repartirá ineficaz y desigualmente.
¿Qué se podía haber hecho? En este momento en España hay unos 6 millones de mayores de edad para los que la Seguridad Social consta que ni están empleados ni reciben ninguna pensión o prestación (incluidas las extraordinarias derivadas del coronavirus). Cruzando estos datos con los de la Agencia Tributaria para identificar los hogares en que entre todos sus miembros quedan por debajo de umbrales equivalentes a los fijados por el Gobierno se identificaría alrededor de 1,5 millones de hogares a los que transferir automáticamente un crédito fiscal.
Sólo tendrían que pedirlo quienes fueran totalmente desconocidos de la administración central (que a su vez en buena medida podrían ser trasladados desde las comunidades autónomas y ayuntamientos entre los perceptores de sus ayudas sociales). En el IRPF del próximo ejercicio se regularizaría para que quien hubiera logrado remontar sus ingresos el resto del año devolviera aproximadamente un 40% del anticipo.
La oposición hará bien en aprobarlo, pero el Gobierno debería evitar el triunfalismo, la cantidad es pequeña (0,25% del PIB) y se repartirá ineficaz y desigualmente
Esta medida requiere algo más de tesorería pero en 2020 aún no será un factor crítico, supondría más dinero en circulación y, sobre todo, el impacto final en el déficit –que sí nos mirarán con lupa en próximas emisiones de deuda– sería menor porque se contaría el año que viene y sólo la parte que no se reintegrara.
Este mecanismo sería además una transición suave hacia una verdadera renta básica –incluso desde 2021– donde todos los adultos recibiéramos cada mes 450 € y los niños 225 €, y su vez todos pagáramos impuestos por cada euro ganado del 35%, incluso algo menos superada la crisis. Esta respuesta permitiría erradicar radicalmente la pobreza (incluido el quedar atrapado en sus márgenes) incentivando además la actividad y la innovación. La renta básica, a diferencia del IMV, permitiría pues actualizar nuestro contrato social mejorando a la vez la justicia distributiva y la eficiencia económica.
*** Víctor Gómez Frías es coautor, junto a Teresa Sánchez Chaparro, de “Entender la renta básica: la vacuna de la libertad contra el virus de la desigualdad” (Gedisa, 2020), con prólogo de Manuel Valls y epílogo de Philippe Van Parijs.