El Gobierno ha respaldado «absolutamente» al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, después de que un auto del juez del Supremo lo haya puesto al borde del banquillo.
También ha negado, por boca del ministro de Justicia, Félix Bolaños, que hubiera eventuales instrucciones de la Presidencia del Gobierno al fiscal general del Estado, como recoge el auto del instructor del Supremo.
Finalmente, ha lamentado que el Supremo haga «una afirmación tan grave sin ninguna base probatoria».
El apoyo del Gobierno se daba por descontado después de que el propio presidente, Pedro Sánchez, haya apoyado al fiscal en reiteradas ocasiones y rechazado la posibilidad de que dimita, incluso en el caso de ser imputado por la Justicia.
Ese apoyo del Gobierno ha llegado a extremos inquietantes cuando el ministro de Transportes, Óscar Puente, ha afirmado en la red social X que los jueces son «la oposición real de este país» y que «han tenido que salir a arreglar los desaguisados de Feijóo» después de que la manifestación convocada este domingo por el PP haya sido, en su opinión, «un desastre».
Unas afirmaciones, por cierto, que el Consejo General del Poder Judicial no debería pasar por alto pues implican un ataque feroz a la independencia judicial y un desprecio evidente por la profesionalidad de los magistrados del Poder Judicial que investigan las causas que tanto preocupan al Gobierno.
Dando en cualquier caso por descontada la presunción de inocencia del fiscal general del Estado, e incluso asumiendo la evidencia de que el auto del juez del Supremo no contiene ninguna ‘pistola humeante’ que demuestre sin resquicio a la duda la culpabilidad de Álvaro García Ortiz (algo que en cualquier caso determinará el juez en su momento con mucha mayor precisión), lo cierto es que su dimisión no debe valorarse en términos jurídicos, sino políticos.
Porque la mera posibilidad de que un fiscal general del Estado continúe ejerciendo sus funciones mientras se sienta en el banquillo de los acusados del Tribunal Supremo supone una anomalía política de primer orden.
En primer lugar, porque ¿en qué lugar deja eso la credibilidad de la institución de la Fiscalía cuando el propio fiscal general del Estado está sentado en el banquillo?
En segundo lugar, porque incluso asumiendo la posibilidad de que Álvaro García Ortiz sea absuelto, siempre serán mucho menos dañinas las consecuencias de pecar por exceso de celo, y en estricta observancia de la mayor pulcritud democrática posible, que dejar abierta la puerta al descrédito de las instituciones y, sobre todo, de la Fiscalía General del Estado cuya jefatura ostenta el fiscal general.
Si Álvaro García Ortiz es finalmente absuelto por el Tribunal Supremo será legítimo sostener que se ha cometido contra él una injusticia en el terreno de lo personal.
Pero será imposible sostener que se ha sido injusto con él en el terreno de lo político.
Porque el de fiscal general del Estado es, precisamente, un cargo político.
Porque fue el propio presidente del Gobierno, que ahora apoya a Álvaro García Ortiz sin reservas, el que puso la institución a los pies de los caballos al sostener, en una declaración no exenta de cierta imprudencia, que la Fiscalía «depende» de él.
Y porque una de las principales funciones del fiscal general del Estado, si no la mayor de ellas, es la de velar por la independencia de los jueces y los tribunales, así como por el respeto de las instituciones constitucionales y de los derechos y libertades públicas.
Por todo ello, es por lo que EL ESPAÑOL no puede menos que defender la dimisión del fiscal general del Estado.
Porque ninguna democracia debería llegar a ese punto, profundamente perturbador, de ver al fiscal general del Estado sentado en el banquillo de los acusados y respondiendo a las preguntas de un juez del Supremo y de sus propios fiscales mientras continúa ejerciendo sus funciones como si nada hubiera ocurrido.