ABC 03/10/14
HERMANN TERTSCH
· El Parlamento catalán, decidido a violar las leyes sobre las que radica su existencia, parece ya en guerra con el Estado de Derecho
HACE ahora cien años que empezaba un joven judío de Praga una novela que habría de tener inmenso impacto, no ya en la literatura, sino en la percepción del mundo del hombre del siglo XX. En el número 10 de la calle Bilek de la capital de Bohemia, en un Imperio austro-húngaro que ya agonizaba sin saberlo, Franz Kafka escribía esa frase inicial de «El proceso» que habría de ser célebre como pocas. «Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo». «El proceso» es la increíble obra adivinatoria de un judío checo que mostraba las claves de un laberinto monstruoso de la banalidad administrativa y jurídico deshumanizada que adelantaba la pesadilla de las víctimas de los grandes genocidios del siglo XX y del Holocausto en especial. Despojado de toda seguridad legal, invertida monstruosamente la carga de la prueba por instancias ignotas, sin saberse culpable de nada y vapuleado por una lógica absurda de un poder distante, Josef K. es el paradigma de la víctima del aparato totalitario. «El proceso» no habría de ser publicado hasta 1925, un año después de la muerte de Kafka. Fue su primera novela que vio la luz e impresionó al mundo. Los fantasmas del totalitarismo ya recorrían Europa. Pero el gran terror no había comenzado. Llegaría con la caída de las democracias y del Estado de Derecho. Del imperio de la ley en el que todo individuo es inocente mientras no se demuestre su culpa. En la que todos los seres humanos son iguales ante la ley.
Recordaba esto viendo noticias en televisión sobre la nueva «Ley de Derechos de las Personas Gais, Lesbianas, Bisexuales y Transexuales y para la Erradicación de la Homofobia» que aprobó ayer el Parlamento catalán. Decidido a violar las leyes sobre las que radica su propia existencia, parece ya en guerra con el Estado de Derecho. Y desprecia la legalidad española y los principios y el acervo de cultura legal de 2.500 años de experiencia y sabiduría occidental desde la polis griega. Entusiasmada decía la locutora de TVE de la nueva ley que «entre sus rasgos más progresistas está la inversión de la carga de la prueba». Será el supuesto agresor, acusado por un homosexual, el que deba demostrar que es inocente de la acusación de que es objeto. Es monstruoso, pero no es original. Es la misma perversión que se impuso con las leyes de género. El poder de la denuncia sin pruebas invita al abuso. Creando dolor e injusticia añadida a la plaga de la violencia contra las mujeres que nadie niega. Resulta que es progresista que un homosexual por el hecho de serlo pueda denunciar a cualquiera y éste quede automáticamente imputado. Hay multas y penas hasta la inhabilitación por desprecios percibidos en relaciones oficiales, laborales y privadas. Que son interpretados por los denunciantes. Y el acusado debe demostrar que no hubo delito. El movimiento gay quería acabar con siglos de persecución y marginación. En eso estábamos de acuerdo. En que sean superiores, su forma de sexualidad deba ser fomentada y merezcan mayor fuerza legal que el resto de la ciudadanía, no. Pero quizás el siguiente paso sea invertir la carga de la prueba también para denuncias nacionalistas. O «progresistas». En Cataluña y el resto de España. Y que los que no son ni lo uno ni lo otro tengan que demostrar su inocencia de los crímenes de los que se les acuse. En esa deriva estamos. Los totalitarios, jefes en los juzgados. Pocos denunciarán las barbaridades consumadas o por venir. Hoy ya es peligroso. Y nadie quiere amanecer como Josef K.