ABC 28/08/16
JON JUARISTI
· Amaya da asiera: El fin es el principio, o de lo vasco como eterno retorno
FALTA menos de un mes para las elecciones autonómicas vascas que, previsiblemente, volverá a ganar el PNV con su candidato Íñigo Urkullu, el político más previsible de España. Probablemente, también el más aburrido. Me cuesta, de verdad, recordar a un político más aburrido que Íñigo Urkullu, no ya en España sino en Europa. Quizás el esloveno Janez Drnovsek, que dormía a las abejas. Las abejas son la industria nacional de Eslovenia, primera productora mundial de miel de acacia. O de romero, quién sabe. Bajo la presidencia de Drnovsek hubo un descenso en la producción de miel eslovena porque las abejas se dormían en cualquier parte: en los colmenares de la Koroska o con el morro metido en los edelweiss de los Alpes Julianos. Pero que Drnovsek no fuera la alegría de la huerta no le restaba mérito alguno como político. Fue, sin duda, el más presentable de la región durante el sangriento final de Yugoslavia, y no sólo sus compatriotas en sentido estricto: la mayoría de los ex yugoslavos que vivieron esa terrible época se acuerda con gratitud de Drnovsek, penúltimo presidente de la antigua federación balcánica, que intentó conseguir su disolución pacífica (el último, Ante Markovic, fue incapaz de impedir su destrucción violenta).
Urkullu es nacionalista vasco; yo tampoco. No le daría mi voto de poder hacerlo. Pero que repita presidencia no me parece lo peor que le podría pasar a los vascos. El resto del panorama no es muy alentador. Con Urkullu no habrá resarcimiento moral de las víctimas del terrorismo de ETA y las tertulias de la televisión autonómica seguirán esparciendo pornografía política, aunque acusando el imparable hundimiento de audiencia y la falta de fuelle característicos de esta etapa que el propio Urkullu ha bautizado como de la «nación foral», o sea, del privilegio reconstruido e inexpugnable. Sin pistolas detrás, el nacionalismo vasco se revela como lo que siempre fue y trató de disimular: no como viejo topo de la revolución sino como potencia originaria de la taciturnidad, del inmovilismo y del aburrimiento. Quien se aburre no come ajos como quien se pica, pero come sin parar. La programación de la televisión pública vasca está que peta de cocineros imaginativos, y mejor eso que los politólogos y politólogas de sus tertulias.
Todo se va acercando poco a poco al grado cero de la identidad vasca, que no es otro que el decoroso muermo de Bilbao, donde nada cambia y el vecindario de edad mediana intenta recobrar, cada Semana Grande de agosto, sus mocedades perdidas en las guerras abertzales, póstumas carlistadas pasadas de rosca, estúpidas guerras de las banderas. Sus mocedades devastadas. O Mocedades, a secas. Mocedades: un grupo proteico que cambia continuamente de nombre y de componentes sin perder su condición de familia bilbaína ampliada ni su repertorio ancestral, todo en castellano policéntrico (canta charango). Un fenómeno sólo comparable al Athlétic, tan fluctuante y eterno como éste. Símbolo, según lo que convenga en cada momento, de la furia española o del espíritu de la raza vasca (la expresión es de Unamuno) que viene arrollando desde el paleolítico hasta el crepúsculo final del Antropoceno. Mocedades. La nación foral, siempre incólume. La otra España. La de Amaya (o los vascos en el siglo VIII). La de Amaya Uranga, la Amagoya rediviva de Navarro Villoslada. Amagoya: Magna Mater. Amaya Uranga, magnífica como una solista albina de góspel. Como una papisa del monoteísmo primitivo con la breve cabellera platinada en un plenilunio de Jesús Guridi modulado por la batuta de Ataúlfo Argenta. Como el Árbol de Guernica, en fin, cubierto de blanco muérdago…