Ignacio Camacho
FELIPE González empezó a envejecer cuando dejó de tener enemigos. Llegó un momento en que el alejamiento del poder y la perspectiva histórica relativizaron sus errores y hasta sus más enconados detractores comenzaron a reconocerle méritos retrospectivos de estadista. Entonces quedó definitivamente arrumbado en un anaquel de la memoria; ya había dejado de ser peligroso. A Aznar lo mantiene en forma la ferocidad de la animadversión que aún provoca: la izquierda no ha logrado encontrar en el actual PP un icono tan odiable. De hecho le dan más relevancia sus adversarios que sus sucesores y si algo le cabrea es la escasa auctoritas que este Gobierno concede a sus consejos y prescripciones. El antiguo presidente cumple al pie de la letra el adagio de que la política proporciona amigos de mentira y enemigos de verdad.
Lo que sí conserva es una notable influencia, entre melancólica y carismática, entre su público natural. La otra noche, en la presentación de su libro de memorias, una cierta derecha de visón y nudo gordo de corbata abarrotó el salón de un cinco estrellas de la Castellana para pedirle un ejemplar firmado. Habían ido a arroparle el presidente del Gobierno, cinco ministros, varios ex de la vieja guardia y bastantes empresarios de tronío, y la cola de coches oficiales —¿no los iban a reducir?— ofrecía un espectáculo no apto para indignados pero era la nostalgia del aznarato la que excitaba un patente morbo comparativo. Aunque Aznar no es un tipo simpático ni lo pretende, su aura cortante de gélida determinación causa en sus seguidores una expectativa de liderazgo que el aire tranquilón de Rajoy nunca alcanzará a convocar. La gente que allí estaba parecía hallarse como ante un oráculo, en busca de la munición doctrinal que la actual dirigencia le escamotea entre requiebros de pragmatismo. Sin embargo el chamán se mantuvo hermético y seco, tal vez autolimitado en sus juicios por la presencia de medio Gabinete. Ni siquiera la torera retranca de Carlos Herrera, que lo citó de cerca y de lejos, logró arrancarle faena a un morlaco tan resabiado.