Es público y notorio que Junts, la marca del prófugo Puigdemont, exige a Sánchez dos pagos para hacerle presidente: la amnistía y un referéndum de autodeterminación de Cataluña. Ambos chantajes son estruendosamente inconstitucionales -aunque eso sea un problema menor para el nihilismo jurídico del sanchismo, que considera la Constitución un libro en blanco-, pero la amnistía es la concesión realmente crítica de las dos. En efecto, la autodeterminación, que podría disfrazarse de referéndum consultivo o cualquier otra pamema, solo serviría para reconocer el derecho de Cataluña a la independencia (y detrás, de Euskadi una vez absorbida Navarra en la gran Euskal Herria), pero no produciría necesariamente un cambio de régimen en el resto de España.
Además, a la vista de la decadencia de popularidad del separatismo y su cuesta abajo electoral, certificada el 23J, quizás fuera un referéndum para perder. En realidad eso importa menos, porque lo sustancial de un acto de autodeterminación no es tanto el resultado como el hecho de que se admita y celebre: en sí mismo constituye un reconocimiento de soberanía de la parte refrendadora (como sucedió con los referendos de Quebec y Escocia, posibles en el peculiar sistema constitucional británico y en sus derivados).
La amnistía, en cambio, constituiría una derrota en toda regla de la democracia española y de nuestro Estado, la derogación de facto de la Constitución. Pues si bien es cierto que la Constitución no cita la amnistía expresamente, prohíbe sin la menor ambigüedad los indultos colectivos y generalizados, es decir, cualquier amnistía, pues es prerrogativa del Rey “ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley, que no podrá autorizar indultos generales” (art. 62 CE). Sánchez ya ha demostrado que no dudaría en indultar a cualquier criminal si lo viera conveniente para aferrarse al poder, pero el problema con Puigdemont es que, a diferencia de los de ERC, se niega a ser indultado. Exigen una amnistía precisamente por lo que significa: un cambio de régimen.
Se consideraba -ingenuamente- que el terrorismo, tanto nacionalista como de extrema izquierda y derecha, era una consecuencia indeseable del franquismo
A diferencia del indulto, la amnistía borra el delito y, sin duda, cuestiona la legitimidad de las leyes y tribunales que lo han juzgado. Es un borrón y cuenta nueva radical y también una condena del pasado: esa era la razón de que fuera exigida por la oposición a la dictadura. En la amnistía de 1977 se incluyeron hasta los delitos de terrorismo, y en aquella época pocos demócratas, si hubo alguno, entendieron que fuera injusto. Se consideraba -ingenuamente- que el terrorismo, tanto nacionalista como de extrema izquierda y derecha, era una consecuencia indeseable del franquismo, de modo que la superación de la dictadura requería borrar hasta los crímenes cometidos contra ella, incluyendo los terroristas.
Un famoso discurso del diputado comunista Marcelino Camacho resumió la filosofía de aquella amnistía como necesaria apertura de una nueva época, basada en el cierre de la guerra civil y la reconciliación nacional. Pero la amnistía de Puigdemont tendría el sentido contrario: volar la nación española tal como la define la democracia. Por eso el prófugo exige una amnistía en vez de un indulto. Pero esa exigencia no molesta a los detractores de la Transición, es decir a Sánchez y todos sus socios, de Sumar a Bildu. Todos quieren desmontar el sistema democrático bendecido con la amnistía de 1977, y saben que esa nueva amnistía le daría un remate letal.
En efecto, la amnistía no solo borraría el delito de sedición y los demás perpetrados por Puigdemont y su banda. También connotaría que el régimen de la Constitución de 1978 es un régimen tan ilegítimo como la dictadura de Franco salida de la feroz guerra civil: ¡por fin, la ruptura democrática! Por añadidura, ilegítimas serían también la Constitución misma y las leyes derivadas sobre la unidad, estructura y soberanía del Estado común, incluyendo el poder judicial y la monarquía, pues la amnistía también es un torpedo a la línea de flotación de Felipe VI. Así, la amnistía de los golpistas catalanes, que lógicamente podría extenderse a otros delincuentes, en particular a los terroristas de ETA (pues Bildu también hace campaña por la amnistía para los “presos vascos”), disolvería el sistema constitucional. En resumen, la amnistía sería un paso de gigante para el golpe de Estado separatista.
Los incansables mentideros entregados a fabricar, aprovechando el sopor de la canícula, eufemismos de amnistía que preparen el terreno, como “alivio penal” y “desjudicialización del problema catalán”
Todo esto lo saben perfectamente el Gobierno en funciones y los partidos que lo apoyan. También lo saben en los incansables mentideros entregados a fabricar, aprovechando el sopor de la canícula, eufemismos de amnistía que preparen el terreno para perpetrarla. Por ejemplo, expresiones como “alivio penal” y “desjudicialización del problema catalán”. Y no solo las publicita el sanchismo, sino los abundantes socios inconscientes del mundo de la comunicación política, incapaz de entender la importancia de romper con su agenda y marco mental, comenzando por su lenguaje tóxico.
El problema, ciertamente, es el “encaje constitucional” de esa bomba de tiempo, y que el prófugo y su banda de golpistas (un “partido cuya tradición y legalidad no está en duda”, según temeraria definición de González Pons) rechazan cualquier cosa que no sea una amnistía con todas las letras. Pero la bomba también resulta atractiva para el sanchismo, porque propiciaría un cambio de régimen que abriera cuarenta años de control de las instituciones de una España confederal, y quién sabe si algo más. Ahí es donde Conde-Pumpido jugará el papel clave que la izquierda reaccionaria le reserva desde que demostró su maestría en arrastrar la toga por el polvo del camino para rescatar a ETA de la ruina total.
Eliminar la monarquía (¿qué tal una república confederal de presidencia rotatoria, al antiguo estilo suizo?) y la oficialidad del español
Pero incluso ese TC controlado tendría serios problemas para aprobar una Ley de Amnistía, porque chocará con la Constitución a pesar de las locuaces contorsiones nihilistas de los Pérez Royo y compañía. Y en ese caso, quién sabe, quizás se hable por fin de una reforma de la Ley de Leyes. Pero no en el sentido igualitarista y democratizador que muchos queríamos, sino para, por ejemplo, eliminar la monarquía (¿qué tal una república confederal de presidencia rotatoria, al antiguo estilo suizo?) y la oficialidad del español, reduciendo las competencias del Estado al mínimo posible, dejando poco más que unos hilvanes entre las comunidades autónomas, algunas cuasi soberanas.
Este arreglo consagraría el éxito del separatismo posmoderno, a condición de que renuncie a sus anacrónicos sueños de independencia decimonónica. Al fin y al cabo, Bruselas no pondría muchos impedimentos siempre y cuando España se mantuviera nominalmente como un estado unitario, aunque lo fuera tan poco como Bélgica. Todo esto, en fin, puede estar en juego con la amnistía de cambio de régimen exigida por un grupo de golpistas como precio de una nueva estancia de Sánchez en la Moncloa. Y a este no le parecerá mal del todo.