Tres eran tres

Pues Señor, ya hemos llegado a la primera jornada de la sesión de investidura que la presidenta del Congreso ha tenido a bien fijar en las fechas que más le convenían al felón de La Moncloa. Francina Armengol ha hecho ejemplar la gestión de su antecesora, Meritxell Batet. En el sanchismo hay grados y Francina está en el escalón más bajo de la dignidad institucional. También está a su nivel el ministro del Interior, Fernando Grande, un tipo que antepone sus preferencias sexuales (legítimas, ojo) a sus obligaciones de Gobierno, por ejemplo, garantizar la libertad y la seguridad de los ciudadanos. No ha tenido empacho, sin embargo, en disponer un aparato de seguridad en torno al Congreso de los Diputados de 1.600 agentes de Policía, por si los ciudadanos españoles quisieran expresar su descontento por la ópera bufa que se estará desarrollando en el interior al investir a un tipo tan escasamente cualificado para el cargo que va ocupar y por el precio que sus infames aliados le han exigido para hacerla posible.

Bellaquerías como esta han sido frecuentes en la historia del PSOE. ¿Quién podría olvidar aquel ‘OTAN, de entrada no’ que Felipe tuvo que incumplir, cargándolo sobre las sufridas espaldas del buen pueblo español, que se vio obligado a salvarse a sí mismo en aquel referéndum de marzo del 86? “Ya se les pasará”, decían los socialistas, fiando a la desmemoria de su público la enmienda de sus fechorías.

Pero tantas veces va el cántaro a la fuente, Pedro Sánchez ha incurrido en demasiado en felonías, mentiras y promesas incumplidas para pretender que todo ello no le pase factura en adelante, a pesar de que haya colocado en el Constitucional a un tipo de peor catadura que la suya y aún peor condición moral. Necesitaba a alguien que no temiera arrastrar la toga por el polvo del camino y eso era algo de lo que ya se había jactado Cándido Conde-Pumpido cuando estaba a las órdenes de Zapatero, cuando era el valedor de ese espejo de secuestradores que es Arnaldo Otegi.

Conde-Pumpido no puede, o no quiere, disimular su participación en la redacción del esperpento que el lunes registró en el Congreso con la solitaria firma de Patxi López. En principio parecía una burla de sus cómplices, también golpistas, que quieren someter a un nuevo escarnio al candidato socialista. Sin embargo, Jordi Turull se engallaba para discutirle la autoría al presidente del Constitucional, reclamando que al menos la mitad de la ley era suya. ¿Dónde se ha visto una justicia que encomiende a delincuentes condenados la redacción de la ley que les amnistía y borra sus antecedentes?

La probabilidad de que el presidente del Constitucional haya perpetrado en todo o en parte el espeso engrudo conceptual y literario de la futura ley es bastante turbadora. Llamar ‘jurista’ a alguien que se expresa así equivaldría a llamar ‘gobernante justo’ a Pedro Sánchez o ‘pareja intelectual’ a la yunta de ministras podemitas.

La ley es un disparate en fondo y forma. Ocupa mucho más espacio la exposición de motivos que la ley propiamente dicha. En la citada exposición se afirma 33 veces la constitucionalidad del proyecto de ley, lo cual no deja de ser incongruente con el hecho de que su principal soporte jurídico es la amnistía que inauguró nuestra democracia (Ley 46/1977 de 15 de octubre) que es una ley preconstitucional evidentemente. Y además mete con calzador la soberanía popular en perjucio de la soberanía nacional, único concepto que recoge la Constitución  en su artículo 1.2.