Kepa Aulestia-El Correo

Los dirigentes políticos no tienen más remedio que mostrarse absolutamente seguros de sus convicciones, pronósticos y compromisos. Aunque los cambien a menudo. Aquellos que ostentan el poder tienen la obligación de mostrarse aún más seguros que los que se encuentran en la oposición. A los primeros se les supone un mayor control sobre la realidad que a los segundos. Y también un mayor deber moral de decir la verdad. Como si la ligereza y la demagogia fuesen propios de quienes aspiran a gobernar alguna vez.

Los responsables del Gobierno se muestran totalmente seguros de que la proposición de ley de amnistía es «impecable», «plenamente constitucional», acorde a la legislación de distintos países europeos, y que acogerá a todas las personas que hayan sido o puedan ser procesadas por actuaciones derivadas de su compromiso con el ‘procés’. Seguros, también, de que la Comisión de Justicia del Congreso tramitará de nuevo la proposición para blindarla, y blindar así la legislatura. Mientras que los contrarios a la amnistía no se manifiestan tan confiados en que sea considerada inconstitucional, en todo o en parte, por el T.C.; que dé lugar a efectos imprevistos por sus promotores en las resoluciones judiciales, y acabe invalidada, siquiera parcialmente, por el Tribunal Superior europeo. Incluso que la proposición no pudiera volver a la Comisión de Justicia, o se trabase hasta el infinito en su paso por el Senado.

Antes del 23 de julio no estaba claro que para desinflamar definitivamente Cataluña fuese imprescindible promulgar la amnistía. Del mismo modo que ahora tampoco está claro que su publicación en el BOE vaya a atemperar el ánimo de los secesionistas. Lo único seguro es que las Cortes aprobarán una ley de amnistía. Su tramitación parece irreversible. Pero solo eso. A partir de ahí todo es posible. Incluso que su aplicación real dé lugar a tantas sorpresas que acabe destacando los casos fallidos y generando una insatisfacción sobrevenida que obligue al Gobierno a compensar a los independentistas con favores distintos a la amnistía.

La seguridad mostrada por Pedro Sánchez y por Carles Puigdemont, éste exigiendo y el presidente concediendo, no acaba de cuadrar la relación de los beneficiarios de la amnistía. Es algo muy extraño y, a la vez, elocuente de la naturaleza evasiva de la operación. Lo mismo se ha hablado de 1.432 «represaliados», que de mil doscientos, de cuatro mil, o de una lista limitada de personas significadas. La presidenta de Junts, Laura Borrás, se ha mostrado favorable a que se amnistíe a todos o a ninguno, dispuesta a que la ley sea declarada inconstitucional una vez se aplique. En medio de la controversia, hay voces que dan por supuesto que Puigdemont solo quiere asegurar su regreso a España –a Cataluña– con todas las garantías. Incluida su habilitación para volver a la presidencia de la Generalitat. Pero puede que no le disguste tanto perpetuarse en Waterloo, siempre que Sánchez se muestre dispuesto a pagar al independentismo con otra moneda. Al tiempo que el presidente siempre podrá alegar que las fallas de la amnistía se deben a las malas intenciones de una docena de jueces y magistrados.