- La novela sobre la amnistía aún no está escrita. Sánchez puede aprender del ejemplo de quienes se resistieron al golpe de Estado del 23-F.
Leí a Javier Cercas en una tribuna reciente que no habrá amnistía. Desgranaba en ella las razones de índole moral que la descalificarían, por cuanto sería una deslegitimación de nuestra democracia como un Estado de derecho. Y las razones pragmáticas, que ni siquiera serían tales, en la medida en que la amnistía no resolvería el problema catalán, sino que lo exacerbaría o enquistaría.
Me quedó resonando internamente una de sus frases finales: «Me niego a creer que el presidente Sánchez cometerá semejante desatino». La psiquiatra de la sospecha que llevo dentro recordó que la negación es el mecanismo de defensa que consiste en enfrentar los conflictos negando su existencia o su importancia, rechazando la realidad por desagradable o dolorosa.
Le seguía en su tribuna un exhorto conminatorio entre la súplica y el ultimátum, al modo de un barón de Munchausen por poderes que tirara de los pelos del presidente hacia arriba para sacarlo del barro exculpándolo del maquiavelismo de asesores áulicos que le susurran al oído que siga adelante.
Culminaba con un recordatorio último de que para cualquier político de verdad es más importante el futuro de la democracia que el presente del poder. En esas mi asociación libre de pensamiento abandonó a Freud para acordarse de Weber y su clásica distinción entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. En su legendaria conferencia La política como profesión abordó el sentido moral de esa vocación, del que vive para ella y no sólo de ella.
Confieso que siempre me sentí más atraída por las éticas de la responsabilidad persuadida, y sobre aviso de los extravíos maximalistas de la convicción y sus derivas fanáticas de diestra y siniestra de hunos y hotros. Aun siendo consciente de las coartadas de pragmatismo cínico que se han esgrimido muchas veces en nombre de la responsabilidad.
Volví a la fuente del mundo de ayer sabedora de que Weber nunca las planteó en términos disyuntivos sino complementarios. Él escribía: «La pasión no convierte a un hombre en político si no está al servicio de una causa y no hace de la responsabilidad con respecto a esa causa la estrella que oriente su acción».
Más allá de la teoría, algo fallaba para que la analogía funcionara en este caso. No parecía ser un exceso de convicción o responsabilidad la causa de los males de nuestro escenario político, en dónde los cambios de opinión ilustran demasiadas veces la escasa vigencia de las palabras obsoletas antes de ser terminadas de pronunciar. Se trataba más bien de una ausencia de ambas, convicción y responsabilidad, en un estado invertebrado de las cosas incompatible con avanzar juntos.
«El que nunca cambia de opinión adolece de fanatismo, y el que no deja de hacerlo ejerce el oportunismo»
Y es que el que nunca cambia de opinión adolece de fanatismo, y el que no deja de hacerlo ejerce el oportunismo.
Pero me había olvidado de una tercera cualidad, que el sociólogo alemán consideraba decisiva en el político diferenciándolo del demagogo vanidoso y vacuo, del político de poder más pendiente del efecto que causa que de las consecuencias de sus actos inanes. La mesura o sentido de la medida.
Quizá ahí estaba la clave, concluí releyéndolo. Una de las obsesiones en la literatura de Cercas, que frecuento con fruición, es la figura del héroe. Anatomía de un instante es probablemente la crónica más brillante y desmitificadora de la Transición en el momento fundacional del golpe de estado del 23-F. Los tres hombres que lo protagonizan quedan retratados para la historia en la desnudez de un gesto de dignidad que probablemente los define y redime de toda una trayectoria previa de complejidad moral: Suárez, Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo.
Los tres son héroes de la retirada y hacedores de una destrucción creativa que propicia la Transición desde un círculo vicioso a un círculo virtuoso, aquel que explica en nuestro caso al menos hasta hoy parafraseando a Acemoglu y Robinson, por qué no fracasan los países.
Los tres representan en aquel momento la síntesis perfecta de convicción, responsabilidad y mesura. Los tres se traicionan en nombre de una lealtad a algo superior que los transciende. A veces la persona que nadie imagina hace lo inimaginable, como decía Alan Turing. Los tres cambian de opinión, pero lo hacen en un ejercicio de autenticidad. A los tres ello les cuesta el poder en favor de un proceso constituyente de éxito, simétrico y antitético del actual de vocación destituyente y fallida trufada de narcisismo. Ninguno de ellos hace el cálculo de los hunos y los hotros en las dinámicas de la teoría de juegos de suma cero que caracterizan la actualidad.
«El pasado nos condiciona, pero no nos determina. Al presidente del Gobierno tampoco»
No deconstruyen como si no hubiera un mañana en una enmienda a la totalidad de adanismo inveterado. Están construyendo algo mucho más importante, un nosotros proyectado al futuro muy consciente del pasado, con coherencia, consistencia y persistencia. Llega un momento en los proyectos existenciales maduros en que uno deja de definirse contra alguien para hacerlo por alguien o para alguien, de la oposición a la proposición. Algo sobre todo deseable si se llega al Gobierno.
El arte de lo posible, la Realpolitik, la adaptación de las convicciones a lo que tiene éxito o promete tenerlo, termina por encontrar su límite cuando lo ha sobrepasado, como en el procés. El manual de resistencia debería hallarlo antes.
No todo lo posible es deseable. Por deformación profesional sé, como escribía Jung refiriéndose a la realidad, que lo que niegas te somete y lo que aceptas te transforma. Y es que el hombre que se miente a sí mismo y escucha su propia mentira llega un punto en que no puede distinguir la verdad dentro de él y pierde todo el respeto por sí y por los demás, que escribía Dostoievski.
A veces hay que resignificar la resistencia. Es el único camino.
[«Sería profanar la Transición»: la mayoría de los constituyentes del PSOE, contra la amnistía]
No vale el inauténtico «marchemos todos juntos por la senda constitucional, y yo el primero» del monarca felón decimonónico de triste recuerdo. Los psiquiatras sabemos que carácter es destino. Pero también sabemos que el destino no está escrito. Y trabajamos en la ventana de oportunidad que habita esa paradoja, la de que el pasado nos condiciona, pero no nos determina.
Al presidente del Gobierno tampoco. La anatomía de este preciso instante está pendiente de ser escrita. Solo precisa de un gesto digno, la vida real de un hecho. Aún está abierta la forma en que pasará a la historia o no, ese momento de entrelazamiento cuántico, como un Match Point de justicia y azar.
Toda realidad ignorada prepara su venganza, avisaba Ortega. Ojalá Cercas llevara razón y pudiera novelar este instante. Yo suspendería con gusto mi incredulidad.
*** Mercedes Navío es psiquiatra y gerente asistencial de Hospitales del Servicio Madrileño de Salud de la Comunidad de Madrid.