GEMMA UBASART-El País

  • Se trata de un instrumento que puede servir cuando hay una firme voluntad de avanzar en la resolución de conflictos profundos que existen en una sociedad y a los que está asociada una variable punitiva

A raíz de los resultados electorales del 23-J —y la investidura en curso— se ha vuelto a poner encima de la mesa el debate sobre la amnistía a los y las encausadas del procés independentista. La conversación pública está siendo rica y han intervenido responsables políticos, institucionales y académicos. En este sentido, quiero poner de relieve el hecho de que destacados juristas han visto un posible encaje constitucional de la amnistía: ya sea porque no existe una prohibición explícita en la Ley Fundamental, ya sea porque el Tribunal Constitucional no ha cerrado la puerta cuando ha tenido oportunidad. Al análisis jurídico, imprescindible cuando se valora una medida de tal calibre, resulta interesante sumarle también una mirada politológica, que incorpore experticia en resolución de conflictos, teoría del Estado y valoración del equilibrio entre poderes.

Seis años después de los “hechos de octubre” la amnistía puede ser el instrumento que permita falcar la triangulación progresista y plurinacional. Y no estoy hablando solamente en términos coyunturales, de sumar los votos de ERC y Junts en una investidura a Pedro Sánchez. Sobre todo, la afirmación se declina en términos estratégicos: la amnistía como punto de partida para facilitar una gestión de la cuestión nacional-territorial en España. Amnistía para devolver al reino de la política un conflicto de naturaleza política. Amnistía para desmontar el armazón de castigo penal-administrativa que dificulta avanzar en el diálogo, la negociación y el pacto. Amnistía para dar por terminadas ciertas derivas de uso militante e iliberal del derecho.

En este sentido, conviene aclarar que las amnistías no se aplican solamente en los procesos de cambio de régimen político, y específicamente en transiciones de dictaduras a Estados liberal-democráticos. Son un instrumento que también puede ser de utilidad cuando hay una firme voluntad de avanzar en la resolución de conflictos profundos que existen en una sociedad y a los que se les ha asociado una nada desdeñable variable punitiva. Y esto también puede ocurrir en democracias, y en democracias consolidadas. De hecho, lejos de devaluar el sistema, la voluntad de transitar procesos de resolución dialogada de un conflicto puede dar mayor consistencia y solidez a este tipo de régimen político.

En el caso concreto que nos ocupa, la amnistía debería entenderse como final de un camino de desjudicalización en el que hay un trecho avanzado: primero llegaron los indultos a los y las presas independentistas, posteriormente se transitó la reforma del Código Penal. Pasos necesarios, pero no suficientes. A la vez pasos imprescindibles para llegar hasta la situación actual. Hoy no podríamos estar deliberando sobre la cuestión que nos ocupa sin que se hubiera transitado este camino previo. Es más, difícilmente se hubiera podido mantener la correlación de fuerzas actual, que permite pensar en la repetición de un Gobierno de coalición progresista apoyado por las fuerzas “plurinacionales”, sin las medidas adoptadas por el Ejecutivo y el Legislativo.

Y no solo es una cuestión de tiempos. La amnistía, a diferencia de los indultos, supone la activación de una mayoría absoluta en el Congreso y, por lo tanto, de un acuerdo entre numerosos y diversos grupos políticos progresistas y/o plurinacionales. Este se llegaría a partir de un rico debate parlamentario, reflejo de la voluntad del conjunto de la ciudadanía de Estado representada en las Cortes. Un compromiso que socializa la gestión del conflicto e implica a una pluralidad de actores. Frente a las recetas de las fuerzas de reacción, se propone una apuesta por la política. Ahora bien, y conviene insistir en ello, la amnistía al sustraer la cuestión de la arena judicial no lo cierra, sino que lo que hace es facilitar su tránsito por vías políticas. Por lo tanto, conviene también pensar el después.

Este debate no es nuevo, forma parte de la vida política del país desde la consolidación del Estado liberal en el siglo XIX, momento de conformación de los grandes cleavages contemporáneos. Como mínimo desde entonces ha ido surgiendo una y otra vez. Buscar vías de gestión democrática a la cuestión territorial-nacional es propio de una sociedad madura como la nuestra, que además vota y mandata diálogo. Hace 150 años, desde las propias cortes españolas, Pi i Margall, presidente de la I República española (también conocida como La Federal o la de “los catalanes”), proponía un federalismo de abajo a arriba, basado en la libre adhesión, que requería un reconocimiento previo de las soberanías existentes. El nudo en la resolución de la cuestión territorial en aquel entonces se encontraba según parte sustantiva del republicanismo federal en este reconocimiento. Podría decirse que federalismo y soberanismo no constituían polos opuestos en la tradición republicana española, no al menos en un tramo sustancial del proyecto. Estirando el hilo en la actualidad, un acuerdo de claridad como el que propone el president Pere Aragonés podría ser una vía a transitar en este sentido.

Nadie dijo que fuera fácil, pero la obligación de los representantes públicos es encontrar soluciones políticas a problemas políticos. Se requerirá mucha virtud y fortuna para gestionar un conflicto profundo que atraviesa históricamente el Estado. Ha llegado la hora de la imaginación y la valentía.