ABC 20/07/17
IGNACIO CAMACHO
· Blesa fue el arquetipo de una época. El mentón prominente, el aire retador, el vestuario elegante, el carácter resuelto
LA Tangentópoli española ya tiene su muerto simbólico. Su Gardini, su Calvi. El infarto de Rita Barberá no servía del todo para la catarsis social, pero el cadáver de Miguel Blesa ha aparecido junto a un arma humeante. La jauría del morbo no esperará a la autopsia ni falta que le hace; con los indicios sobra para armar el relato truculento del thriller y el ajuste de cuentas de las redes sociales. Un banquero condenado, una cacería, un disparo. El final dramático de una carrera propia de «La hoguera de las vanidades».
Por su propia planta personal, Blesa era el arquetipo perfecto de su personaje. Un Amo del Universo. El mentón prominente, la mirada líquida, el aire retador, el vestuario elegante, el esqueleto recto. Un carácter audaz, ambicioso, seguro de sí, desafiante, gélido. No un ejecutivo asustadizo como Sherman McCoy sino un resuelto tiburón de las finanzas como Gordon Gekko. Un hombre de poder que tomaba decisiones a dentelladas, a mordiscos secos. Un tipo acostumbrado a comprar empresas, bienes… y personas, desde una convicción casi apostólica de la eficacia omnímoda del dinero.
Blesa fue el epítome de la burbuja del crédito. Estuvo –por designio de Aznar, su compañero de colegio– en la etapa del despegue, de la prosperidad que parecía volver invulnerable aquel modelo. Vivió la borrachera expansiva, la oleada de las privatizaciones, la concentración industrial, el esplendor del ladrillo y el cemento. Fue el factor clave de las operaciones e inversiones que dispararon a Madrid como lanzadera del crecimiento. Entonces todo valía con tal de que produjese rentas, valores, dividendos: la riqueza fácil, rápida, brillante, aplanaba voluntades y generaba consensos. La época feliz de la plenitud: las fiestas, las partidas de caza, las cenas de gala, los viajes de lujo, los patrocinios de ópera y de museos. Las amistades tejidas en el círculo omnipotente de la alta política, la gran empresa y los circuitos financieros. Pero, como tantos otros miembros de una élite abducida por una voracidad sin freno, no supo ver el alcance del desplome, la intensidad del seísmo que sacudió el sistema desde los cimientos. Quizá ya no sabía actuar de otra manera o acaso su codicioso aplomo no le permitía tener vértigo. Siempre fue un tipo correoso, duro de pelar; capaz incluso, en pleno terremoto, de lograr la inhabilitación de un juez estrambótico y prejuicioso que lo mandó a dormir en la cárcel antes de tiempo.
Su gran error consistió en no percatarse del cambio del viento. Siguió actuando en el período de vacas flacas como había hecho en el de las gordas y no alcanzó a comprender cómo la crisis había transformado las percepciones, mutado la mentalidad y desfasado los métodos. Ante el nuevo paradigma careció de intuición y de recursos para adaptarse a los tiempos. Por eso nunca entendió que se le juzgase cuando sólo se sentía culpable de su éxito.