Amor y conocimiento

ABC 31/01/17
SERAFÍN FANJUL, MIEMBRO DE LA REAL ACADEMIA DE HISTORIA

· «Por desgracia, en nuestro país la ignorancia no es privativa de derecha, izquierda, arriba o abajo. Todos participan (no solo los políticos) del mismo desprecio por el conocimiento. Si no hay una ganancia visible a corto plazo, o una instrumentación política para pastorear a la sociedad, casi nadie invierte»

HACE diez años el muy excelentísimo Ayuntamiento de Cáceres –gobernado por los socialistas, con el siempre inestimable asesoramiento de otros eruditos de Izquierda Unida– resolvió eliminar la denominación de Héroes de Baler de una de sus calles, por franquista. Días después, cuando ya la rechifla y la rechufla habían caído sobre la maravillosa ciudad extremeña, anularon la medida, demostrando por enésima vez cuán petulante y ajena a la realidad es la pretensión de la izquierda de arrogarse la propiedad en exclusiva de la Cultura, obviamente por culpa de la derecha política, que lo permite y se limita a ejercer un seguidismo delator de sus propias insuficiencias y pavorosa falta de convicciones, excepciones aparte. Por desgracia, en nuestro país la ignorancia no es privativa de derecha, izquierda, arriba o abajo. Todos participan (no solo los políticos) del mismo desprecio por el conocimiento. Si no hay una ganancia visible a corto plazo, o una instrumentación política para pastorear a la sociedad, casi nadie quiere invertir dineros públicos, y menos aún privados, en pro de ideas, estudios, investigaciones o proyectos culturales de altos vuelos y a largo plazo, que no se puedan inaugurar pasado mañana a bombo y platillo. Y no me refiero a las subvenciones que tan estupendamente riegan partidos, sindicatos, gobiernos autonómicos, consistorios para amamantar a sus bandadas de pirañas. La realidad global es que estamos a la cola, en el mundo desarrollado, en todos los capítulos de inversión posible, incluidos los que la izquierda odia, como los raquíticos presupuestos militares. Pero también en ayudas al libro, el cine, el teatro, la difusión de la lectura, de los conocimientos históricos, la sensibilidad literaria, la música de alto nivel, la pintura, los museos, las bibliotecas, la proyección cultural de España en el exterior, la cooperación bien dotada con Iberoamérica. Los ultraliberales que nos aquejan suelen simplificar el asunto concluyendo, campanudos, que el «producto» que no pueda mantenerse en el mercado por su propio valor no merece sobrevivir. Desconocen adrede que los gustos y opiniones se moldean y los mercados se conducen y, sobre todo, que son nuevas técnicas más eficientes las que desplazan y suplantan a las anteriores, independientemente de los valores que representen y transmitan unas y otras. Es inútil enumerar una lista de «productos» culturales superiores arrumbados en el desván de las antiguallas y expulsados por quincalla de consumo. Y arriaré la bandera cuando alguien demuestre que Gutierre de Cetina, Lope o Quevedo son de inferior categoría que las miríadas de tuits y los jueguitos matamarcianos que ocupan toda «la Red». Hasta la maquinita con la que estoy escribiendo me advierte –chivata tonta– que escribir «Gutierre» es un error. Toma técnica bien aplicada a la cultura española.

Es cierto que el muy excelentísimo Ayuntamiento de Cáceres obraba a la sombra de la infame Ley de Memoria Histórica, de aquella recién estrenada por Rodríguez, y que la derecha política en cuatro años de mayoría absoluta ha sido incapaz de derogar, pese a significar un insulto y una provocación contra –al menos– la mitad de los españoles y, desde luego, de la totalidad de sus votantes. Pero el problema rebasa la contraposición izquierda/derecha o la burrez irrenunciable de unos cuantos catetos con cargos públicos. Es desalentador que patologías sociales denunciadas por Larra hace dos siglos, o por Ortega hace uno, continúen vivas y condicionando el desarrollo de nuestra sociedad. Textos que parecen escritos esta mañana. Dice el segundo (El Imparcial, 28 de octubre de 1912): «… la instrucción pública es una gravísima cuestión nacional, la cuestión es de vida o muerte. La educación, el aumento intelectual constituye la cuestión específicamente española. Ahora bien, con los temas de instrucción pública es imposible ejercitar la demagogia, es imposible conquistar a las muchedumbres […] ¡Señor, qué hubieran sido diez años de amor a la cultura para este pueblo que ha perdido su alma! ¿Quién duda que los hombres de la política comprenden esto como el que mejor? No obstante, los años han transcurrido irremediablemente y sin provecho alguno […] Y el caso es que la instrucción pública debe andar muy mal. Conviene que el pueblo lo sepa, aun cuando le traiga sin cuidado. Con decírselo y no engañarle cumplimos nuestro deber».

En el fondo, concluye Ortega, falta amor: a la instrucción, al conocimiento, al intelecto. Y pasando de lo general a lo particular, volvemos a Los Últimos de Filipinas, al teniente Martín Cerezo, a los treinta y dos supervivientes del cerco, a la increíble gesta que vivieron, al asesinato en Paracuellos del hijo del ya general Martín, a quien milicianos precursores de la Memoria Histórica fueron a buscar y al encontrarlo muy enfermo decidieron que no valía la pena matarlo y se llevaron al hijo. Volvemos, en fin, a la falta de amor a su país, a su historia y a la dignificación de su sociedad de unos peliculeros actuales que no titubean en presentar sus rendiciones y mangancias de ahora mismo como propias de los españoles del 98. Hasta en el lenguaje y sembrando de mentiras y gargajos el recuerdo de aquella gente: el fraile drogadicto, la desafección de toda la tropa (no se entiende por qué no se rebelan en masa contra el único tirano), los improperios gruesos contra «España» en cualquier instante, «los ricos» que se aprovechan de la inventada «venta» de Filipinas, de hecho mero efecto de la derrota militar, etc. Y les falta amor porque les sobra ignorancia y condenan el pasado eligiendo con pinzas los elementos que casen con su esquema preconcebido.

No vale la pena desmontar aquí tanta cretinada digna de pancartas podemitas. El teniente publicó en 1904 la relación de lo sucedido con el nombre de Sitio de Baler, libro reeditado varias veces con otros títulos y sobre el cual se hizo una película (1945) que, vagamente, recuerdo haber visto siendo muy niño y de la que solo se me quedó la melodía de la pegadiza habanera Yo te diré, cochambrosamente interpretada en la versión de ahora por una supuesta tagala que pronuncia con fonética y acento de yanqui. Nos remitimos a la ya citada obra de Martín Cerezo, a la estupenda novela de J. M. de Prada Morir bajo tu cielo y, especialmente, al bien documentado y muy esclarecedor libro de M. Leiva y M. A. López de la Asunción. Y paremos con la bibliografía.

Pero esta película nos reenvía a otro problema: la incapacidad de casi todos los peliculeros españoles para producir cine histórico, hemipléjicos como son para apearse de sus tics, prejuicios, intereses. No pierden oportunidad de perder oportunidades: hace poco hemos visto Veintidós ángeles, narración de la hazaña civil y científica del médico valenciano Balmis en 1803-1804 dirigiendo la llamada Expedición de la Vacuna, que consiguió trasplantar a América la antivariólica, a pesar de las dificultades técnicas de la época. Podía haber sido una joya y un orgullo contarla entre nuestra filmografía. Pues no: de nuevo el relato naufraga entre un cura pederasta y asesino, unas autoridades virreinales y eclesiásticas memas y malvadas y una reducción a la historieta de los personajes. Nuestros peliculeros se complacen echando carne por un lado y carnaza por otro. Después se lamentan de que un sector importante del público, harto de ofensas y denuestos, no quiera ver sus «productos». Entonces se acuerdan del patriotismo español: en el fondo, para volver a injuriarlo.