JON JUARISTI – ABC – 15/05/16
· Se dispara la temperatura sentimental ante la congelación de la política.
Albert Rivera ha dicho –o tuiteado– que ser europeo no es sólo tener euros y pedir ayudas, sino también ayudar a los otros europeos y a los refugiados de guerra. Este tipo de tonterías me irrita y me deprime. Desde luego, nunca votaría a quienes hacen semejantes alardes de buenos sentimientos, proponiéndose como ejemplo moral para todos los demás y, por si fuera poco, repartiendo patentes de europeos auténticos y negando implícitamente dicha condición a quienes no cumplen sus exigencias. Vaya democracia esta, donde todo el mundo quiere ser obispo y excomulgar.
Un altísimo porcentaje de los europeos bastante tiene con preocuparse de ellos mismos y de sus familiares. Como mucho, de sus amigos y conocidos. Es cierto que tal restricción afectiva no merece demasiadas alabanzas, pero tampoco condenas como las de Rivera u otras peores (Claudio Magris, un escritor bastante pelma, la asimilaba al fascismo, lo que ahonda, si posible fuera, en la insondable estupidez progre). Los nacionalismos antiguos consiguieron que gentes de toda condición social sacrificasen sus vidas por amor a gentes que nunca habían visto y cuyos nombres desconocían, pero eso fue hace mucho tiempo y lo sabemos gracias al conde Tolstói, porque, lo que es comprobarlo empíricamente, no creo que lo hayamos hecho en nuestra época. Los nacionalistas que hemos conocido sólo estaban dispuestos a sacrificar vidas ajenas.
Yo creo que la nación se sostiene, aunque sea precariamente, en el amor mezquino al próximo, cuyo rostro conocemos, no en el amor universal al prójimo o al género humano. Porque este próximo conocido y amado tiene a su vez otros próximos conocidos y amados que no necesariamente conocemos ni estimamos, y así se crea una cadena de solidaridades, medio orgánica y medio mecánica, que asegura un tegumento social suficiente para que vivamos juntos sin matarnos (por lo menos hasta que se demuestre lo contrario).
A veces, y como excepción al tópico, ciertos amigos de nuestros amigos resultan ser nuestros enemigos. A mí eso me suele producir un malestar insoportable, de modo que, cuando me entero de que un amigo mío es amigo de alguno de mis enemigos entrañables, no le exijo que rompa tal amistad. Sería injusto, porque quizá sea más estrecha y sincera que la que me profesa. Pero dejo de tratarlo. Aunque no me enemisto con él, pongo nuestra relación en stand by. Supongo que la nación funciona todavía porque la mayoría de la gente hace lo mismo que yo, lo que vendría a ser una versión degradada del imperativo categórico, pero permite ir tirando.
Los progres europeos siempre han odiado a Europa, que nuestro Espronceda –lo de nuestro es un decir– ofrecía a los cosacos como «espléndido botín» y que los surrealistas ansiaban ver invadida y arrasada por los mongoles. Juan Manuel Bonet, historiador de las vanguardias (y espléndido poeta), sospecha que los mongoles eran, en este último caso, una metáfora de los bolcheviques. No estoy tan seguro de ello. Es más, creo que los surrealistas de los años veinte veían a los bolcheviques como vanguardia de los mongoles de toda la vida, de los de Gog y Magog.
Que el delirio estepario persiste en un sector no despreciable de la izquierda española parece evidente, toda vez que rinde culto de latría a un pequeño sinvergüenza que emergió cierto día de una yurta en la Puerta del Sol caracterizado como un Temujín de película china. Pero también obnubila a Rivera, en lo que de progre guarda su corazoncito, pues no considera suficiente ayudar a los otros europeos para ser uno de ellos, sino que impone además a la ciudadanía el servicio militante obligatorio a los refugiados de guerra. Qué cosas.
JON JUARISTI – ABC – 15/05/16