Gabriel Albiac-El Debate
  • Desplegar todos los horrores que dormitan en lo más oscuro de la mente humana. En los campos de exterminio. En los campos de fútbol. También en los parlamentos

Los juegos deportivos fueron, primero, función litúrgica. Como tal son descritos en el deslumbrante canto vigésimo tercero de la Ilíada, que invoca la competición entre los héroes aqueos —cada uno bajo el cobijo de una deidad olímpica— por la herencia de las armas de Patroclo. «Si eres derrotado, toda alegría será para tus adversarios y, para ti, todo oprobio», advierte Néstor a su hijo Antíloco antes del inicio una carrera de carros en cuyo resultado se dirimirá lo más precioso de la virtud griega: el honor de quien combate. Igual, en las sucesivas competiciones… Hasta llegar a aquella fatal zancadilla de Atenea a Áyax en beneficio de Odiseo: de ella se seguirá uno de los pasajes más trágicos de la mitología griega: el suicidio que Sófocles escenifica en su Áyax.

Carece de sentido valorar eso. No hay juego, para los humanos, que no sea sinécdoque del nudo entre vida y muerte. Pascal hizo de eso una disección primorosa: en el juego, todo aquello que, vivido, nos sería insoportable es puesto en la distancia de un tiempo suspendido, de un tiempo inmóvil —o bien, dotado de ritmo propio— que nos amuralla del verdadero tiempo: el que nos mata. Sin juego, vivir requeriría una fuerza de espíritu que no está al alcance de muchos, si es que lo está al de nadie. Borges lo escribe del ajedrez, que es, al cabo, un juego más complejo. Pero que, si nos absorbe, es por ser juego que protege en mayor medida de lo efímero:

«Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito…
¿Qué dios, detrás de Dios, la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?»

Así fue en la Grecia clásica. Así en el Píndaro que, a la honra del ganador, opone el «caminar a escondidas por las callejas» del que retorna a su ciudad vencido. Ni siquiera podrá esperar una «sonrisa compasiva de su madre». Así sigue siendo, en esa única religión universal que logró inventar y consumar el siglo XX y que se llama fútbol. No un deporte cualquiera. Ni siquiera, uno más entre los simbólicos juegos sobre los cuales se proyectan fervores identitarios en los que ya ninguna religión civilizada puede apoyarse en serio. El fútbol es hoy lo único que, desde el ciudadano más culto de la mayor metrópoli hasta la aldea más mísera del planeta, todo humano reconoce. Y a lo cual, una inmensa mayoría rinde culto y fervor de secta salvífica. Lo que es lo mismo, superstición de matarife.

En las dos últimas semanas, dos juegos deportivos en dos ciudades que amo y admiro, uno en Ámsterdam, en París el otro, han hecho estallar el llamado a exterminar a los judíos que la gente de mi edad conocía tan solo por los libros. Hacía mucho tiempo que no veía Europa desplegarse así los estandartes del antisemitismo. Los seis millones de asesinados en los campos de concentración alemanes por el solo delito de ser judíos, tenían un peso la bastante grave como para frenar su retorno. Al menos explícito. Lo sabíamos agazapado, desde luego. Baja la tan frágil máscara del «antisionismo».

El sionismo no fue, en rigor, más que la variedad judía de la conciencia nacional que define a la Europa del siglo XIX. Y que cristalizó, sobre todo en Centroeuropa, en el nacimiento de naciones hasta entonces inexistentes. La nación judía fue paradójico fruto del proyecto alemán, redactado en Wannsee, de exterminar por completo a los judíos europeos. Después del Holocausto, la formación del Estado de Israel era la única garantía de que, frente a cualquier resurgir de una similar tentación, existiría un Estado moderno preparado para combatir militarmente por la supervivencia. Y eso, que le es dado por descontado a cualquier Estado-nación del mundo, sigue siéndole negado a Israel por aquel viejo antisemitismo europeo, que disfraza hoy su pulsión de exterminio bajo las justificaciones humanitaria más obscenas.

Israel vive, en Gaza y en el Líbano, la más costosa de las ininterrumpidas guerras a las que ha tenido que hacer frente desde su fundación en el año 1948. ¿Cómo no entender el horror de quienes ven a la población gazatí perecer bajo el fuego cruzado que los que se dicen sus salvadores provocaron con el asesinato de mil doscientos ciudadanos israelíes? Pero, igualmente, ¿cómo negarse a entender que bastaría la devolución de los dos centenares de rehenes israelíes que Hamás retiene, para que los combates cesaran de inmediato?

Pero no, no hay nada que entender aquí. Como no lo había en el proyecto exterminador de Wansee que, en 1942, planificó el Holocausto. Hay una pulsión oscura de muerte solo. Sartre lo analizó muy bien, hace tres cuartos de siglo: personalizar el Mal en un sujeto al que se da nombre de «judío», es altamente rentable. Permite desplegar todos los horrores que dormitan en lo más oscuro de la mente humana. Y trocarlos en virtud angélica. En los campos de exterminio. En los campos de fútbol. También —y sobre todo en España—, en los parlamentos.