Mala semana para el «corporate» hispano, víctima de todo tipo de desgracias, alguna tan llamativa como la conocida el viernes: la sentencia de un juez del juzgado de Primera Instancia de Madrid dando la razón al banquero italiano Andrea Orcel en su pleito contra Ana Botín, presidenta del Santander. La broma se llama 68 millones de euros, más de 11.300 millones de las antiguas pesetas (o el equivalente a 1.133 años del sueldo bruto anual del juez que firma esa sentencia), y el pago de las costas. Y algo más, algo difícilmente cuantificable en términos monetarios: el varapalo que, a nivel personal, el fallo representa para la banquera santanderina, y el daño reputacional que supone para Banco Santander S.A. La historia es conocida: el banco comunicó el 25 de septiembre de 2018 a la CNMV y a los medios, con la solemnidad requerida por la ocasión, el fichaje del banquero italiano, un tipo de reconocido prestigio dentro del sector financiero mundial, como su consejero delegado (chief executive officer, CEO). Y 112 días después, 15 de enero de 2019, volvió a comunicar, pero esta vez sin repique de campanas, que la contratación quedaba suspendida.
En medio, la supuesta discrepancia en torno a la retribución en diferido y pendiente de cobro que el italiano dejaría de ingresar de su banco de procedencia, el suizo UBS, al fichar por Santander y que la entidad española pretendía que abonaran los suizos, algo a lo que estos siempre se negaron. En el fondo, algo mucho más profundo y ligado a esas humanas insoldables pasiones que tienen que ver con el poder y el dinero. Parece que el nombramiento de un CEO era una sugerencia recurrente en boca de los fondos de inversión presentes en el accionariado del Santander y del propio mercado, amén de la autoridad regulatoria (BCE), partidaria de un esquema de alta dirección formado por un presidente no ejecutivo y un CEO con plenos poderes, como fórmula capaz de garantizar la profesionalización de la gestión. Un tipo de prestigio, con capacidad para tomar decisiones arriesgadas al frente de uno de los grandes bancos de la Unión Europea, con decenas de miles de trabajadores en nómina.
Andrea Orcel era cualquier cosa menos un desconocido para Ana Patricia Botín y el Santander. Un banquero de inversión a la americana, muy agresivo pergeñando operaciones, con un pequeño ejército de ejecutivos a sus órdenes, tanto en Merrill Lynch como en UBS, tan disciplinado como brutal a la hora de perseguir objetivos. Un titulado por La Sapienza romana, dotado de una gran inteligencia puesta al servicio de una ambición sin límites y una notoria falta de escrúpulos, que había hecho muchos y provechosos «deals» para Emilio Botín y cuya fama lindera con lo gánster (capaz de negar a su gente un bonus que luego secretamente se apuntaba) era lugar común en el mundo de la banca de inversión. Una personalidad muy marcada, como sus corbatas de seda de Ferragamo, que obviamente no era la adecuada para dirigir un banco comercial con miles de oficinas como el Santander, ni para negociar con el regulador, el Gobierno o los sindicatos. Mucho menos para trabajar a las órdenes de una Ana Botín que, deslumbrada por el aura del personaje, lo que en realidad pretendía era un número dos que dirigiera los equipos y le ordenara el rebaño, un «director general» a la manera de José Antonio Álvarez, actual consejero delegado, porque para mandar, lo que se dice mandar, para eso ya estaba la nieta e hija de los fundadores de la marca.
El fallo prestigia a la Justicia y al Estado de Derecho e induce a pensar que la heredera no tiene tanta influencia en los tribunales como solía tener su padre
El mercado torció el gesto nada más conocer el nombramiento, aunque mucho más preocupante fue la reacción de la segunda línea ejecutiva del banco. Y las alarmas saltaron entre quienes, dentro de la casa, conocían la ejecutoria de Orcel, su agresividad persiguiendo fees y comisiones. Porque Andrea no era el hombre que el Santander y Ana necesitaban. Por si ello fuera poco, el aludido cometió el error de anunciar su intención de migrar al Santander en compañía de su número dos en UBS. Peor aún, comenzó a «mandar» antes incluso de haber tomado posesión. Una serie de movimientos que provocan la alarma en esa segunda línea y que movilizan a los influyentes amigos de la banquera (nombres como Javier Monzón, Borja Prado, Jaime perejil Castellanos, entre otros) dispuestos a advertirle, cuidado, Ana, mucho ojo, que lo que realmente persigue Orcel es tu puesto de presidenta del Santander.
Y Ana Botín, 61, se asusta y da marcha atrás. Ahí da comienzo el drama. Un juego sucio con muchas patadas en la espinilla, que reveló aspectos inéditos de ese elegante italiano que es Orcel, 58, tal que su disposición a grabar conversaciones privadas mantenidas con la banquera española, una inmoralidad que debería descalificarle para cualquier empleo futuro que reclame un cierto nivel de honestidad pero que, si a las pruebas nos remitimos, no parece haber perjudicado en absoluto su carrera, puesto que Unicredit, el mayor banco privado italiano, lo nombró su nuevo CEO el pasado 15 de abril.
Es verdad que Orcel siempre creyó disponer en la bocamanga de una carta imbatible: una oferta en firme del Santander, oferta que el banco reduce a la categoría de «carta de intenciones» y que Botín retira a su conveniencia, en el fondo convencida de que lo que había en juego era solo dinero y de que un pacto extrajudicial con el italiano siempre estaría al alcance de la mano. Pagaba el banco. El juez, por contra, ha considerado, elemento nuclear del fallo, que se trataba efectivamente de una oferta en firme. «Delighted that Andrea Orcel es joining us as Group CEO«, tuiteó Ana en su día. Un contrato que obliga a las partes y que hay que cumplir. He aquí un juez desconocido, capaz de dictar una sentencia favorable a un extranjero y contraria a los intereses de un nacional con tanto poder como Botín, un fallo que prestigia a la Justicia y al Estado de Derecho y que induce a pensar que la heredera no tiene tanta influencia en los tribunales como solía tener su padre, capaz de acuñar en su día algo tan censurable como la llamada «doctrina Botín».
Un grave tropiezo para Ana. «Esto es algo más que un contratiempo», aseguraba el viernes un banquero madrileño, «que le obligará a taponar vías de agua en su propio Consejo de Administración, que, por cierto, también ha quedado en evidencia en este lance». De nuevo la idea recurrente del escaso prestigio del que en nuestro parque empresarial goza el buen gobierno corporativo, el escaso respeto que a la hora de la verdad se presta a unas normas y procedimientos cuyo cumplimiento estricto evitaría muchos de los problemas que suelen surgir. Como ocurriera en el reciente nombramiento de Marta Ortega como presidenta de Inditex, tampoco en el Santander parecen haberse respetado las normas de buen gobierno en el episodio Orcel. El puesto de consejero delegado de un banco del tamaño del Santander, mucho más si el elegido no es un ciudadano español, debiera haber exigido un procedimiento de «due diligence» mucho más estricto por parte de la entidad y de sus órganos de gobierno, con participación activa del Consejo y de la comisión de nombramientos correspondiente. Y no parece que eso se haya hecho.
Un banco muy feminista, muy verde y muy guay, sí, pero que adolece de notorios fallos de funcionamiento y sobre todo, de un preocupante déficit de sentido común
Bastó la voluntad de una presidenta obligada ahora a repensar muchas de las estrategias que hoy expande la marca Santander y que tienen confundida a buena parte de la ciudadanía española. Un banco muy femenino, muy verde, muy guay, muy dispuesto a presumir en Davos y a abanderar las doctrinas identitarias, feminismo más cambio climático a todo trapo, que corroen la columna vertebral de las democracias liberales del mundo occidental, un contrasentido como la copa de un pino, un sin Dios sin un ápice de lógica, porque la obligación de todo banquero que se precie, sea del género binario o de cualquiera de las subespecies que hoy expele el albañal de lo «woke», es la de ganar dinero para sus accionistas, todo el dinero posible, y luego ya, si eso, pues entonces sí, entonces meterse en libros de caballerías, en batallas culturales y en juegos florales ante los que la dirigencia de un banco del tamaño del Santander debería mostrarse precavida en grado sumo.
Parece de sentido común que la obligación de las elites nacionales, de la que por derecho propio forma parte Ana Botín, no es precisamente la de participar de hoz y coz en la divulgación de esas nuevas ideologías que hoy propala nuestra desnortada izquierda, sino la de contribuir a apuntalar la España liberal, prestigiar la España constitucional y hacer realidad esa sociedad abierta en la que, dentro de un marco legislativo adecuado, prosperan las vocaciones empresariales capaces de crear riqueza y empleo para la inmensa mayoría, algo que tiene poco que ver con los Callejas de turno a los que tan cariñosos guiños viene dedicando desde hace tiempo.
Un banco muy feminista, muy verde y muy guay, sí, pero que adolece de notorios fallos de funcionamiento y sobre todo, de un preocupante déficit de sentido común. «Porque tú, porque te». Caben pocos cambios, o ninguno, en el corto plazo. Esos grandes fondos de inversión de los que se habla no existen o ya no están. Todos huyeron hace tiempo. Del Santander y de la mayoría de nuestras grandes empresas. El negocio es tan malo, los tipos de interés tan bajos, la presión regulatoria tan asfixiante, que nadie va a invertir un montón de dinero para comprar el 10% del capital con la intención de entrar, lanzallamas en mano, dispuesto a poner orden. Los fondos no dicen ni pío, porque su único interés radica en comprar en bolsa a 2,70 y esperar que suba a 3 para vender y salir corriendo. De ahí el actual estado de nuestro universo corporativo. Por fortuna, que no es poco, el banco va bien, los resultados son buenos, muy buenos, como estos días se afana en propalar la entidad, lo cual es condición sine qua non para poder imprimir cualquier cambio de rumbo hacia ese horizonte de racionalidad que nunca se debió perder, con la búsqueda del beneficio como objetivo. Inteligente y siempre atractiva, este incidente debería suponer un punto de inflexión en la reciente trayectoria vital de Ana Patricia Botín-Sanz de Sautuola O’Shea. Al tiempo.