EL MUNDO – 17/06/15 – FERNANDO LÁZARO
· Se partió la cara hasta el último minuto. Ana María Vidal-Abarca no sólo fundó la Asociación de Víctimas del Terrorismo sino que logró darles voz, consiguió romper el muro de silencio existente a su alrededor, se alejó de mensajes de venganza y enarboló la bandera de la Justicia. Eran los ‘años del plomo’, cuando las víctimas sobraban, cuando la sociedad vasca miraba hacia otro lado.
Es difícil encontrar un perfil más luchador. Es muy complicado localizar en la actualidad a una mujer que haya tenido que apretar tanto los dientes, que haya logrado aunar tantas voluntades y que haya conseguido liderar un movimiento que estaba siendo silenciado, olvidado, arrinconado: las víctimas del terrorismo.
Porque cuando los asesinatos eran diarios, cuando los funerales se celebran de tapadillo, cuando a las víctimas se les tapaba la boca, Ana María levantó la voz, y la levantó bien alto. Empezó a sacudir las conciencias. Como me recuerda una compañera del periódico, Ana María tenía el prestigio, el respeto de todos; era una mujer que irradiaba serenidad y sentido común. En esos duros años, Ana María Vidal-Abarca se convirtió en luchadora y bandera. Ella fue una de las fundadoras de la Asociación de Víctimas del Terrorismo. Junto a ella, Sonsoles Álvarez de Toledo (cuyo esposo, el teniente coronel de caballería Alfonso Queipo de Llano y Acuña, había muerto en el incendio del hotel Corona de Aragón) e Isabel O’Shea (que había tenido que dejar también el País Vasco debido a las amenazas terroristas).
No lo eligió. Se lo impusieron las pistolas. El 10 de enero de 1980 su marido, Jesús Velasco, jefe de la Policía foral de Álava, fue asesinado por la organización terrorista ETA. Si, la ETA. Aquel día llevaba en el coche a dos de sus cuatro hijas al colegio. Fue ametrallado. Llegó al hospital ya cadáver. Las niñas apenas habían bajado del coche.
Ante sus hijas, los terroristas le dispararon hasta 11 veces en la cabeza. El comando Araba que acabó con su vida estaba compuesto por Ignacio Aracama Mendia, Macario, y José Manuel Aristimuño de Medizábal, Pana.
Desde entonces, esta mujer dedicó su vida, sus ganas, sus energías a que el terrorismo, a que las víctimas, a que ETA estuvieran en el primer plano. A romper ese silencio, ese miedo histórico que recorría el País Vasco. Levantó la voz, con firmeza y serenidad. Reclamó Justicia. Se alejó de la venganza.
Y dio muchas batallas. Y ganó muchas. Entre ellas –con su grito constante de «Justicia», bajo el brazo– una muy emblemática: logró que se retirara el nombre de un parque infantil que un Ayuntamiento –entonces dirigido por la izquierda abertzale– había bautizado con el nombre de uno de los etarras que asesinó a su marido.
Y de esas, muchas. Una mujer clara. De principios. Con serenidad de espíritu. Con fuertes convicciones y alejada siempre de cualquier deseo de venganza –«no somos como ellos», repetía–, defendió a los que como ella sufrían a diario donde creía que había que actuar: en los tribunales. No tenía que levantar la voz. Siempre se la escuchaba.
Desde entonces, la AVT era la referencia, la voz de las víctimas. Con el paso de los años, lograron apoyos institucionales y políticos. Y nació la Fundación de Víctimas del Terrorismo, una fundación en la que todas las asociaciones de víctimas tienen representación. Allí asumió en 2001 la vicepresidencia. En 2004, ocupó la silla de la presidencia ejecutiva.
Su voz era siempre requerida cuando las posiciones políticas en el País Vasco se alejaban de la clara defensa de las víctimas. Pocas veces no era escuchada; y menos, las que no se le tenía en cuenta. Su apellido logró cerrar en muchas ocasiones heridas que sangraban entre colectivos y representantes de víctimas. Hasta donde pudo. Pero su batalla era por la Justicia. Y la dio. Porque desde la asociación que creó, acudió a los tribunales y se apretó al estado de Derecho para que aplicara la ley, solo la ley, pero toda la ley, contra los asesinos y sus organizaciones satélites. Sin duda, lo que más le apenaba era ver cómo con el paso de los años, los herederos políticos de ETA lograban cosechar frutos, obtener poder institucional.
Ana María ganó más batallas de las que perdió. Porque quería evitar que las víctimas estuvieran siempre escondidas y amordazadas en un cajón. «Pretendíamos que todas esas viudas que dejaba ETA en aquella época se sintieran acogidas, se conocieran entre ellas, se apoyaran. Había muchas chicas jovencísimas con niños pequeños que se habían tenido que volver del País Vasco a su pueblo, a pueblos recónditos de toda España, y que desgraciadamente casi tenían que ocultar que eran víctimas del terrorismo. En esos momentos tremendos, que se le dé valor a la muerte de tu marido, de tu hijo o de tu padre es muy importante. Y así empezamos», recordaba la propia Ana María en los comienzos de la ya emblemática AVT.
Durante 10 años (1989 a 1999) ocupó la presidencia de «su» asociación. Durante ese periodo fue la referencia de todas las víctimas. Su voz, su presencia, su dinámica marcaron un ritmo de una asociación que nació de la nada y que supo aglutinar y dar presencia a los que más sufrieron y sufren el terrorismo en España.
Ana María Vidal-Abarca nació en 1938 en Vitoria y murió el 15 de junio de 2015 en Madrid.