María Dolores Muñoz-ABC
- Recordemos la incompetencia profesional y académica, el abuso del lenguaje desfigurado, las leyes a medida de las tiranas minorías y las cabriolas del Gobierno por recalcular determinadas prácticas, retorciéndolas hasta llamarlas democráticas
Se reduce la matraca diaria de vergüenzas políticas. Se van desdibujando en nuestras mentes porque son muchas y superpuestas. Por ello es precisamente es la hora de la anamnesis. Esta palabra tiene un origen y proyección tan universales como atemporales. Significa algo así como «volver al recuerdo» (de, aná, «hacia atrás» ‘μνμ, mnéme’, «memoria»). En la mitología griega Mnemosine era una titánide que personificaba la capacidad del recuerdo. Está asociada al poder de la razón y el diálogo.
Curiosamente también está relacionada en su semántica con el término ‘aletheia’, la verdad, que etimológicamente es «sin olvido». Representaba todo aquello que no está oculto a la mente humana. Por otra parte, amnesia, «sin recuerdo», era la negación de Mnemosine. Algunos pensadores entendieron «la verdad» como algo que hay que investigar. Es el prodigioso sentido actual de los mitos griegos.
Platón, consideró que la memoria es una facultad central y fundamental de los seres humanos, porque les permite recordar todos los conocimientos posibles. Por boca de Sócrates, habla del alma de los desgraciados como un tonel agujereado lleno de agua a la que la desconfianza y el olvido no le permitían retener nada. Esta metáfora la recogió siglos más tarde Kant, cuando dice que «la falta de memoria es como un tonel agujereado, en el que todo lo que entra sale…».
Conviene, por tanto, hacer anamnesis de los acontecimientos, casi a modo de historia clínica de un paciente llamado democracia. Se aferran al poder políticos corruptos y de escrúpulos amorfos. Gente de bajos o nulos perfiles académicos y profesionales, ignorantes de nuestra historia y nuestras raíces, que pretenden reducir la justicia social hasta ajustarla al tamaño de sus estrechas mentes y estirar la amoralidad hasta el tamaño infinito de su ambición.
Recordemos la incompetencia profesional y académica, el abuso del lenguaje desfigurado, las leyes a medida de las tiranas minorías y las cabriolas del Gobierno por recalcular determinadas prácticas, retorciéndolas hasta llamarlas democráticas. La corrupción, con cómplices, las sonrisitas sardónicas y la no asunción de responsabilidades. Hagamos anamnesis de todas las cosas que nos han indignado, como los burdos atentados contra nuestros recuerdos, que son, por cierto, parte de nuestra inteligencia. Cada día ha traído un escándalo más ominoso que el anterior.
Hay que refrescar la memoria de los ciudadanos que se ven desbordados por hechos que nos han traído a una situación de esquizofrénica política, donde una cosa y su contraria se dan por válidas, si el Gobierno y sus societes lo deciden. (Por cierto, etimológicamente esquizofrenia es mente dividida). Es difícil olvidar el descaro de la horda de estómagos agradecidos por unos privilegios, que jamás habrían obtenido trabajando, que ya amaga con hipocresía con tumbar lo que sea, ya aplaude servilmente revolcándose en su propia baba.
En Grecia, donde nació la democracia, el valor de la palabra dada, de la ética y el deber para con el Estado estaban por encima de los intereses privados. No existía la autocracia ni el poder absoluto, pues el sistema político heleno impedía que cualquiera que contase con apoyo social acaparase todo el poder en beneficio propio. Es decir, transgrediese ese código moral, procedente ya de tiempos míticos y que rezaba: «Nada en exceso».
Tucídides decía, en el siglo V antes de Cristo, que la historia debe ser una adquisición para siempre. Que hay que aprender de los errores del pasado para no repetirlos. Un siglo más tarde, Isócrates promovía la regeneración de la democracia mediante la deliberación política. Defendía que la discusión era un método efectivo para educar gobernantes y gobernados y limitar ambiciones personales.
Las enseñanzas de los antiguos griegos son importantes, porque son nuestra protección contra la arbitrariedad y las veleidades de gente, autoproclamada «políticamente correcta», que no son más que reformadores temporeros. Porque, cuando ellos y sus ridículas ocurrencias hayan desaparecido, Platón, Tucídides o Isócrates, entre otros muchos, seguirán existiendo, como seña de identidad, a la que siempre podremos retornar.
El mal llamado final de curso nos deja sumidos en un peligroso marasmo moral, o más exactamente, amoral, absolutamente antitético al progreso esencial. Es el amargo sabor de un remedo de democracia.
Quienes defienden que sus representantes políticos no tienen que tener estudios superiores adecuados a sus responsabilidades y cargos, están reflejando especularmente su propia imagen. Porque los gobiernos tienen un poder enorme en la vida de los ciudadanos; legislan y toman, o no, decisiones que nos afectan directamente y la formación, el esfuerzo y la disciplina de los estudios universitarios (terminados) pueden ayudarlos a ejercer mejor sus funciones. Su habilitación debería acreditarse mediante organismos de prestigio, independientes de la política. Tenemos que apartar de las instituciones a esos, muchos, farsantes, que son como un hada madrina cuya varita mágica lo pudre todo.
Cada sociedad tiene una historia, un bagaje. Conocerla sin sesgos es esencial para construir una convivencia que aleje de lo que de injusticia y división hubo en ella. Por no hablar de conflictos mayores.
En democracia, la concesión del poder y la permanencia en él corresponde exclusivamente a los votantes. Es necesario hacer cambios como limitar los años de cada mandato, para impedir que estos traficantes de paradojas y discutidores de realidades se eternicen en el poder mediante argucias antidemocráticas regresistas. Demócrito, el atomista del siglo V antes de Cristo, los describió como «los miserables que acceden a los cargos, cuanto más indignos son al llegar a ellos, tanto más ociosos se hacen y más se llenan de engreimiento».