JON JUARISTI, ABC 18/08/13
· Nada se parece más al terrorismo islamista que el terrorismo anarquista del primer novecientos.
EN «El País» del jueves, Fernando Savater se declaraba socialdemócrata (casi iba a decir que se proclamaba el Último Socialdemócrata). Cuando conocí a Savater, hace cuarenta años, él era un anarquista lúdico y peleón. Me caía tan bien entonces como ahora, y si mañana se declara bolchevique seguiré siendo su amigo devoto e incondicional. Con Savater, a muerte y pasando de ideologías.
Debo a Savater muchas cosas, y entre ellas no es la menor el descubrimiento de Victor Serge, cuyas memorias me sé de ídem. Nacido en Bélgica de revolucionarios rusos exilados, Serge fue anarquista durante su juventud parisina y conoció la cárcel. Participó después en la revolución soviética, fue secretario de Zinoviev y amigo de Jack Reed. Optó por Trotski frente a Stalin y, aunque terminó rompiendo con el primero, no dejó de ser un crítico feroz del estalinismo. Sufrió prisión en Rusia, pero Stalin no se atrevió a asesinarlo. Huyendo de los nazis, se refugió en Marsella, donde convivió con los surrealistas fugitivos. Marchó a América en 1941, compartiendo barco con André Breton, Claude Lévi-Strauss, Anna Seghers, Wilfredo Lam y cientos de refugiados españoles. Como a estos últimos, lo acogió el México de Cárdenas, donde escribió hermosas novelas e hizo que su muerte constara –así lo encargó a Julián Gorkin– como la de un republicano español.
En sus memorias, Serge despliega una panorámica terrible del anarquismo en Francia durante los primeros años del siglo XX. Cuenta, caso por caso, los que conoció de muchachos crecidos en la miseria de los suburbios de París que buscaron la muerte, browning en mano, enfrentándose a la Policía. Era la suya una violencia de perdedores, nacida de la desesperación, pero también de una confianza fanática, de una fe religiosa en la Idea. Ésta, sobra decirlo, jamás se realizó. La Gran Guerra barrió el anarquismo de Europa, dejando sólo la excepción española.
Si hay algo que se parezca hoy al terrorismo anarquista en torno al novecientos es el terrorismo islamista. En primer lugar, por su ubicuidad, por la facilidad con que aparece en los lugares más alejados entre sí, aliándose en Chechenia o en Oriente Medio con movimientos independentistas (como lo hicieron los anarquistas con los insurgentes antillanos y filipinos). En segundo, por su espontaneidad horizontal, por la ausencia de una jerarquía clara. Los anarquistas, sobre todo los italianos, eran muy capaces de venirse de Brooklyn a Europa para asesinar al rey de Italia por mero afán de venganza personal. Sólo cambiaban sus planes por circunstancias aleatorias. Angiolillo decidió matar a Cánovas después de que el nacionalista portorriqueño Betances, al que conoció en Londres, le disuadiera de atentar contra la Reina Regente. La ausencia de estrategia y la improvisación constituían, en sí mismas, toda una estrategia. Los grupos ácratas de afinidad, como hoy las células de al-Qaeda, se constituían sin pedir permiso a nadie. Sólo después venía, si se terciaba, la coordinación y los planes conjuntos. Lo decisivo era la voluntad individual, la iluminación, como hoy la llamada de Alá en el futuro mártir vengador. El fanatismo desempeña en ambos casos un papel de primer orden.
Las diferencias también están a la vista. Los anarquistas disponían de una panoplia mínima, casi artesanal: puñales, revólveres y bombas malatesta. Carecían de ordenadores y teléfonos móviles. Pero, sobre todo, no tuvieron, ni de lejos, el apoyo que suponen para el terrorismo islamista las masas integristas surgidas de Estados en descomposición. Invirtiendo la famosa frase de Hegel podría decirse que, frente a las tragedias actuales, sus precedentes en el pasado parecen comedias.
JON JUARISTI, ABC 18/08/13