JORGE BUSTOS-El Mundo

Que el machista es la primera víctima de sí mismo hay que decirlo más. Las mujeres denuncian con motivo la presión a la que las somete un canon estético y un modelo unívoco de éxito social –tiene escrito Rosa Belmonte que la mayoría de las mujeres prefieren que las llamen putas a que las llamen gordas–, pero los hombres aún no se atreven a reconocer la imposibilidad de rayar a la altura del paradigma macho: proveedor, líder, empático, seguro de sí mismo de día y empotrador de noche. Sabe que ni lo es ni lo será nunca, pero le falta coraje para asumirlo. Y ese ruidoso autoengaño gesta monstruos. Si practicamos la anatomía de un machista descubriremos a un hombre torturado por la distancia entre su yo ideal y su yo real. Esa conciencia lacerante de lo incumplido, ese complejo del hijo que ha defraudado las expectativas que su padre depositó en él ha generado una rica veta novelesca y un pingüe negocio psicoanalítico, pero también un reguero de cadáveres. De mujeres, de otros hombres. De homicidios y de suicidios.

¿El machista nace o se hace? El puro mandato de la biología le empezará a persuadir en la adolescencia de que su superioridad física y sus urgencias hormonales avalan cada uno de sus impulsos hacia las mujeres, pero una socialización básica debería enseñarle a tiempo la diferencia entre las personas y las cosas, el principio de realidad y el principio del deseo, por no hablar de la epifanía del primer amor. Ahora bien, una culpa asumida impide al machista amar a nadie más que a la imagen utópica que tiene de sí mismo. Ideal que se derrumba al contacto con otro varón mejor que él, causa de hondo resentimiento, pero sobre todo al contacto con una mujer mejor que él, causa de algo mucho peor. El maltrato no es más que la venganza del machista contra su acusadora debilidad, su maloliente autoodio. Por eso las mujeres maltratadas deben saber, si sirviera para consolarlas, que lo que no se les perdonó es que fueran superiores al pobre diablo que las apalizaba. Un hombre verdaderamente viril no culpa a su mujer ni de aquello que es culpa de su mujer; un patético machito transfiere a su mujer la propia mediocridad que le atormenta para poder combatirla en ella –a golpes si es preciso– en vez de cambiar él. El machismo es el seudónimo de la cobardía.

La autoestima se distingue del narcisismo en que entiende el amor propio como premisa para amar a otros. Advierte Margaret Atwood de que las mujeres no se han sacudido la tutela de sus maridos para acabar cayendo bajo la dominación de las tías. O sea, de las feministas dogmáticas. Ignoro si la próxima ola feminista habrá de dirigirse contra un matriarcado. Pero urge una ola de virilidad que reconcilie a los hombres consigo mismos: con el noble barro del que están hechos.