MIQUEL ESCUDERO-El Imparcia
Lunes 27 de diciembre de 2021, 20:11h
Boris Cyrulnik (el psiquiatra francés que ha popularizado el concepto psicológico de resiliencia que permite pistas para rehacerse, tras los quebrantos sufridos) habla del entorno y las estaciones del alma en su reciente libro ‘Psicoecología’ (Gedisa). Voy a fijarme en un párrafo tangencial, sin continuidad en esas páginas:
“El vandalismo, que se expresa rompiendo los bancos del transporte público o destruyendo las marquesinas de los autobuses, es un comportamiento degradante que significa: ‘Estoy enfadado con esta sociedad en la que no encuentro un lugar. Soy un extraño en mi propia casa’”.
De entrada, ‘vandalismo’ es un término que evoca a un antiquísimo pueblo de origen escandinavo -los vándalos-, en su función de devastar y amedrentar. La barbarie tiene distintas manifestaciones y diversos grados, como todo lo humano. Se remonta a la noche de los tiempos.
En este caso, se alude a la expresión concreta de romper bancos del transporte público o destruir marquesinas de los autobuses, pero inmediatamente se puede generalizar a cualquier material de mobiliario urbano. A este comportamiento Cyrulnik lo califica de degradante, actos que rebajan y envilecen a quienes lo ejecuta
Es inevitable preguntarse por los motivos de esos destrozos. La labor de una manada que busca hacer daño, a partir de una ‘oportunidad’. Un pretexto que puede ser social o político (en este caso, para exhibir poder en la calle, según el patrón de la kale borroka). Hay una destrucción programada, pero también otra espontánea; en clave de ‘desahogo’ ante lo primero que se pilla.
En 1909, los futuristas italianos publicaron en la prensa francesa un manifiesto con once puntos, el noveno glorificaba la guerra como única higiene del mundo, pero también “el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las ideas por las cuales se muere y el desprecio por la mujer”. Una mezcla estúpida y repulsiva, propia de tipos muy tontos y desviadores.
En el párrafo en cuestión, Boris Cyrulnik marca el significado personal de unos destrozos en el transporte público como un modo de decir que se está enfadado con una sociedad en la que no se encuentra un lugar adecuado. Y que, desvalidos junto a otros individuos, se sienten extraños en la propia casa. Un entorno que, lejos de ser acogedor con ellos, se les muestra hostil o indiferente, y al que se decide agredir en venganza.
Inmersos en adversidades, trastornos alimentarios, sufrimientos psicológicos, malestar y emociones de desesperanza (también se aprende a desesperar), todo ello regido por explicaciones de causa única; cuando se dan. Carencia de apegos seguros y una transmisión compulsiva de desasosiego y de brutalidad, frases hirientes siempre en la boca. La mala calidad de las relaciones afectivas se traduce en un embrutecimiento o bien activo o bien pasivo (o excitados o pasotas), con estímulos que o son excesivos o son nulos, que generan estallidos de ira o una apagada inanidad.
Destaca Cyrulnik que un cerebro solo no puede funcionar, pues necesita el reconocimiento de otros (alteridad es el término que emplea el autor) para ser estimulado y orquestarse. Por otro lado, el adolescente debe modificar la relación con sus padres para dejar de ser el pequeño que un día fue, y que a menudo se prolonga de forma indefinida y enfermiza. Entiendo que esto supone asumir la madurez personal y establecerse en ella. Sobre este asunto no se puede dejar de trabajar, en consideración al bien de todos y de cada uno de nosotros.