ABC-IGNACIO CAMACHO
Medie o no fuerza, que medió, el requisito esencial de un golpe es la ruptura de las bases legales de la convivencia
UN matiz semántico, que no jurídico, cabría efectuar al alegato de la Fiscalía: más que un golpe de Estado, el procés fue un golpe contra el Estado, puesto que la sublevación no pretendía tomar el poder de la nación sino segregarse de ella. El fiscal Zaragoza ha preferido utilizar el criterio de la Escuela de Viena (Kelsen) que considera golpismo o revolución –«en el sentido amplio de la palabra», sic– toda modificación ilegítima de la regulación constitucional de la convivencia, sea a través de movimientos de masas y/o mediante actos selectivos de fuerza. Lo que sucedió en octubre de 2017, como el Ministerio Público bien interpreta, fue una revuelta organizada desde las instituciones para romper la estructura legal a la que están sujetas, y por tanto dirigida a sustituir la Constitución vigente, en Cataluña como en el resto de España, por otra nueva. En la visión kelseniana, ni siquiera es necesario que exista violencia. Sin embargo, en nuestro Código Penal es ése el requisito esencial que determina el delito de rebelión y su consiguiente pena.
Ahí se ha centrado el debate cardinal del juicio, y ahí estará el meollo de la sentencia. Frente a una Abogacía del Estado sospechosamente empeñada en rebajar la escala y las modalidades de la intimidación violenta, la argumentación fiscal ha resaltado la agresividad de la subversión callejera, la presión hostil a los cuerpos nacionales de seguridad, lesiones incluidas, y la ambigüedad clave de los Mossos ante un masivo motín de agitación y desobediencia. Pero sobre todo ha evidenciado que no hicieron falta armas para que la coacción se produjera. Hubo un plan concertado por las propias autoridades autonómicas de manera expresa, que desembocó en numerosos altercados tumultuarios y que se mantuvo a pesar de todas las advertencias. El encaje penal de esa atmósfera tempestuosa y desafiante –¿rebelión en grado de tentativa?– constituye la cuestión clave del veredicto que debe redactar el juez Marchena; su delicada misión es ahora la de decidir si una insurrección tan abierta que fue transmitida en directo y que cuajó en una declaración formal de independencia cabe en alguna tipificación delictiva concreta. Porque sucede que nadie había previsto algo así en las leyes de esta democracia ingenua.
En ese proyecto rebelde es más que relevante el papel que la acusación atribuye a Oriol Junqueras, señalado como «motor» del golpe y coordinador de su agenda. El jefe de una «organización criminal» que «con cinismo sin precedentes» aspira a denunciar al Estado de Derecho español ante la Justicia europea. El sofista santurrón que lleva años diseñando la estrategia de la secesión mientras se proclama mártir de sus ideas. Ése es el hombre en quien los terceristas biempensantes confían como interlocutor de conveniencia; el que Sánchez, Iceta y otros prefieren ver como la solución y no como el problema.