El país vasco es es el escenario donde la democracia y sus valores de pluralidad, libertad y tolerancia libran una de las batallas más importantes.
Conocía a José Luis López de Lacalle, el periodista de ‘El Mundo’ asesinado en Andoain, y compartía amistad y desvelos de partido con Juan Priede y Joseba Pagaza (para los amigos), asesinados, también, en Orio y Andoain, respectivamente. Tres socialistas de trayectorias muy distintas (comunista, ugetista y abertzale, respectivamente), pero amigos y convergentes en la lucha, primero, por sacar adelante a sus familias, después, por la democracia y la solidaridad y, más recientemente, por la defensa de la pluralidad en Euskadi o, simplemente, el derecho a esa vida, que a ellos, entre otros muchos, les negaron y tantos tienen cercenado. Tres tragedias humanas, familiares y sociales, entre miles de asesinados, heridos, secuestrados, extorsionados, exiliados, perseguidos, atemorizados o, simplemente, comprados y amordazados, que reflejan el drama de una sociedad atormentada por el fanatismo violento y por el odio que ha ido sembrando un nacionalismo etnicista durante el último siglo.
Es la sociedad vasca un mundo pequeño y casi parroquial en sus dimensiones físicas y demográficas, ha sido fundamental para la modernización industrial de España gracias al empuje de sus élites capitalistas, pero hoy es el último de nuestros viejos dramas históricos por resolver y constituye, además, la escena política más compleja de cuantas definen la rica pluralidad española. Aunque para los nacionalistas es el ombligo del mundo, en realidad, es el escenario donde la democracia y sus valores de pluralidad, libertad y tolerancia libran una de las batallas más importantes contra uno de los restos más anacrónicos del totalitarismo nacionalista. Ese es el drama en el que el nacionalismo vasco se ha metido y ha impuesto a la sociedad vasca, es decir, el del dilema entre nacionalismo o democracia. La violencia totalitaria, que mata y extermina en nombre del nacionalismo, no es un accidente, sino la quintaesencia de una ideología etnicista y excluyente, cuyos líderes se dedican a medrar utilizando los resortes democráticos, pero a base de sembrar y activar el odio comunitario desde sus orígenes ideológicos integristas y autoritarios, a los que se niegan a revisar secularizándolos y democratizándolos.
Andoain, esta pequeña e industrial localidad guipuzcoana, como Zumárraga, de mayoría nacionalista pero donde solía ganar y gobernar el PSE-EE con el apoyo del PNV, reflejaban excepciones de un pluralismo mestizo en un territorio que yo llamo ‘udalbiltza’, en el que la comunión nacionalista surgida en Lizarra en el año 1998 imaginaba y pretendía homogéneo y ‘limpio’ étnicamente. Si Ermua era metáfora de la Euskadi autonomista, Andoain, como Zumárraga, lo es de la Euskadi mestiza en la que nacionalistas moderados y socialistas autonomistas mantuvieron hasta no hace mucho un equilibrio político, que se creía necesario para la convivencia comunitaria. Sin embargo, esta realidad contribuía a la deslegitimación y a la derrota política, no sólo del totalitarismo violento, sino también de las tentaciones etnicistas de un nacionalismo mucho más extendido y de fronteras políticas y sociológicas difusas. Contra esta dinámica democrática integradora es contra la que el complejo ETA-KAS-EKIN activó desde 1995 la llamada ‘violencia de persecución’ y su estrategia de ‘socialización del sufrimiento’. Las primeras víctimas políticas fueron los propios nacionalistas del poder institucional de este territorio cuasirrural, en el que la mafia violenta ejerce su máximo control social y que, amedrentados, primero, por una presión violenta que sentían se cernía sobre sus propios intereses materiales y asustados, después, por la marea urbana de indignación tras los sucesos de Ermua, les llevó al ignominioso pacto de no agresión-exclusión sellado en 1998 entre ETA y el PNV, con el consabido coro de figurantes oportunistas y tontos útiles que creyeron que se podía comerciar con la tregua-trampa a cambio de la libertad y la dignidad de la mayoría. Desde 1995, pero, sobre todo, desde la fractura política de 1998 y, muy especialmente, tras la reactivación terrorista de 1999, la estrategia de limpieza ética y exclusión política por parte de la comunión nacionalista no ha hecho más que ahondar una fractura social, que puede ser irreversible y, no hay que descartar, más dramática de lo que ya está siendo. Lo puede ser, porque la propia tentación soberanista de Ibarretxe (ocurrencia más que plan) sólo es viable sobre la base de evidenciar y activar la imposibilidad de una solución democrática y sin contrapartidas políticas al problema de la violencia, sin la cual el nacionalismo gobernante perdería la ventaja antidemocrática con la que cuenta. Por eso, su estrategia convergente es la deslegitimación de nuestras instituciones democráticas, mediante el usufructo del poder que estas mismas les vienen proporcionando desde hace más de veinte años, pero descarrilándose por la vía muerta del populismo autoritario.
De todo eso es metáfora Andoain, donde la connivencia con el terror señala los objetivos, ampara su persecución, facilita su localización y eliminación, les remata con el desprecio y la insidia, se desentiende de sus consecuencias personales, sociales y políticas mirando para otro lado, se oculta por el miedo y, sobre todo, permiten que sigan gobernando los liberticidas sin mayoría, con disculpas que tratan de ocultar su miedo y su propia perversión moral y política. Pero, Andoain es también la metáfora de la resistencia democrática, como han mostrado el hecho de que José Luis López de Lacalle fuese fundador del ‘Foro de Ermua’ y Joseba Pagaza fuese activista conocido de ‘Basta Ya’, dos plataformas, entre otras iniciativas cívicas, que encarnan desde 1997 la marea creciente de la rebelión democrática pacífica (mal que le pese a Arzalluz, el predicador oficial del odio étnico) contra la intolerancia y el etnicismo nacionalistas.
Francisco José Llera Ramo / Catedrático de Ciencia Política de la UPV / EHU, EL CORREO, 4/3/2003