Los lectores atentos recuerdan la genial viñeta firmada por El Roto un primero de año de hace más de veinte, aparecida en las páginas de opinión del diario El País, donde dibujaba una manifestación encabezada por una pancarta reivindicativa en la que se leía: ¡QUEREMOS MENTIRAS NUEVAS! Y es que el público es muy exigente, no se conforma con cualquier cosa, no sólo quiere que se le mienta, ni tampoco le basta cualquier mentira, reclama que las mentiras sean nuevas, porque aquellas que carecen de novedad las rehúsa por incapaces de atraer su atención. El público rechaza los sucedáneos, quiere autenticidad, necesita que a la mentira se le superponga la novedad, sólo así la mentira logra desencadenar esos efectos fulminantes que, a tenor de la Ley de Weber y Fechner, requieren un crecimiento de los estímulos en progresión geométrica para conseguir que las sensaciones que causan lo hagan en progresión aritmética.
De manera que, en estas vísperas de las elecciones al Parlamento Europeo convocadas para el domingo 9 de junio, no basta con la mentira, ni siquiera que la mentira sea nueva, se requiere, además, que el tamaño de las mentiras nuevas crezca en progresión logarítmica para que sean capaces de generar los efectos anestésicos deseados. Enunciada en su momento la Ley de la Gravitación Informativa (véase El País del 26 de agosto de 1992), que permite por primera vez medir la noticiabilidad de un hecho en términos aritméticos, queda pendiente el desarrollo de una teoría de los campos gravitatorios en este ámbito específico.
Es ese estado de liberación de las fuerzas gravitatorias, de ingravidez, que adquieren las informaciones, como resultado de la aceleración con la que se suceden ante el observador expuesto a ellas, el que le deja sumido en la anestesia general del sinsentido que tanto favorece la manipulación comunicativa
Una primera aproximación para formularla puede obtenerse de la lectura del libro La ilusión del fin, de Jean Baudrillard, editado en su día por Anagrama. Sostiene allí nuestro autor que lo real sólo es posible mientras la gravitación es lo suficientemente fuerte como para que las cosas puedan reflejarse, es decir, puedan tener alguna duración y alguna consecuencia. A su entender, cuando merced a la aceleración de todos los hechos, de todos los mensajes, de todos los procesos, de todos los intercambios, se sobrepasa la que denomina velocidad de liberación, todos los átomos de sentido se pierden en el hiperespacio de donde nunca regresarán a efectos útiles. Es ese estado de liberación de las fuerzas gravitatorias, de ingravidez, que adquieren las informaciones, como resultado de la aceleración con la que se suceden ante el observador expuesto a ellas, el que le deja sumido en la anestesia general del sinsentido que tanto favorece la manipulación comunicativa.
Un futuro sin racionalidad
Por eso, en su libro Nobleza de espíritu (Taurus, Barcelona, 2017) Rob Riemen se pregunta qué futuro le espera a la democracia y a la libertad política cuando la gente ya no reflexiona y, en lugar de obedecer a la razón, se deja guiar por la superstición, las emociones, la angustia, los deseos y la esclavitud. Más adelante, Riemen cita a Camus para quien transmitir el conocimiento de los valores, aclarar dudas, establecer distinciones, proteger el significado de los vocablos, no cambiará el mundo de la noche a la mañana, pero ya es todo un logro hacer ver al gran público que las mentiras son mentiras y que el poder y la fama no son capaces de elevar a verdad una falacia ni transmutar la verdad en cambio de opinión. Pero aquí falta el arraigo de un estricto sentido de exigencia cívica a los representantes públicos y está instalada una tolerancia hacia los abusadores, sobre todo si son de los nuestros.