Fernando Díaz Villanueva-Vozpópuli

Hace cuatro años, coincidiendo con el verano que preludió la campaña electoral de las presidenciales de 2020, la extrema izquierda estadounidense tomó violentamente la calle utilizando como coartada la muerte de George Floyd, un toxicómano que falleció a manos de la policía de Minneapolis cuando le arrestaban. Las manifestaciones de protesta contra los abusos policiales dieron la vuelta al mundo, pero antes de eso convulsionaron a todo Estados Unidos en forma de concurridas marchas, enfrentamientos callejeros, barricadas, saqueos y todo tipo de desórdenes que se prolongaron durante meses. El Partido Demócrata, que en aquel momento trataba de recobrar la Casa Blanca, sintió la presión de la calle y se puso de perfil a pesar de que la cosa se puso realmente fea. A Biden incluso le convenía la tensión porque, conocedor de su escaso atractivo en el ala izquierda del partido, su principal preocupación era que los votantes más radicales se quedasen en casa.

Estamos de nuevo a las puertas de unas elecciones y la extrema izquierda estadounidense, madre nutricia de todas las izquierdas europeas desde hace más de medio siglo, se ha puesto otra vez en marcha. Llevan meses calentando motores, especialmente en los campus universitarios, y, a falta de un George Floyd que echarse a la boca, protestan por la guerra de Gaza, más concretamente por los excesos del ejército israelí en Gaza. El guion es parecido al de 2020 y al de otros años electorales. Todo empieza en la universidad, por lo general en universidades elitistas de la costa este, y de ahí va descendiendo hasta la calle. En un momento dado la protesta se torna violenta y esa misma violencia engendra nueva violencia copando de este modo los titulares de prensa. A estas alturas no deberíamos sorprendernos, se trata de una vieja historia con una (más o menos) nueva causa.

En 2020 los disturbios fueron muy costosos en términos materiales y se registraron 19 muertos y 14.000 detenidos en las protestas, pero los alcaldes y gobernadores demócratas trataron de complacerles

Y cuando digo vieja digo realmente vieja. Es imposible no ver en los jóvenes que se han encerrado en Columbia o en UCLA a aquellos que se oponían a la guerra de Vietnam a finales de los años 60. Curiosamente, en el caso de Columbia han ido a ocupar el mismo edificio, el Hamilton Hall, que sus abuelos ideológicos en 1968. Si lo hacen es porque les funciona. Esa intimidación violenta, que si la hiciesen grupos de derecha identitaria se consideraría algo intolerable, cuando la protagonizan los estudiantes de izquierda se quiere hacer pasar casi como un rito de paso inofensivo.

Pero no es en absoluto inofensivo. En Estados Unidos estos grupos de izquierda encanallados con todas las teorías posmodernas saben que si aprietan en el campus y en la calle lo tendrán todo de su lado. Volvamos al caso de George Floyd. En 2020 los disturbios fueron muy costosos en términos materiales y se registraron 19 muertos y 14.000 detenidos en las protestas, pero los alcaldes y gobernadores demócratas trataron de complacerles. Recortaron en muchos casos la financiación de los departamentos de policía, eliminaron las fianzas y ofrecieron gustosos plazas y parques para que se organizasen mítines, conciertos, acampadas y concentraciones. Kamala Harris, que hoy es vicepresidenta, apoyó personalmente una caja de resistencia para los detenidos. Días más tarde, durante la convención demócrata de Milwaukee, el partido rehusó condenar los mismos disturbios que habían obligado a blindar la ciudad en la que se encontraban reunidos.

Biden y Harris, que eran los nominados para las elecciones, entendieron que aquello podía de alguna manera perjudicar a Donald Trump y, al menos indirectamente, beneficiarles a ellos. Poco importaba que en esas mismas fechas no hubiese ciudad en todo el país que no temiese la ira de los manifestantes de Black Lives Matter. Para los demócratas su violencia era instrumental y sabían que tan pronto como ganasen las elecciones se detendría. Eso mismo fue lo que sucedió.

En aquel momento los demócratas se encontraban en la oposición, pero también se han servido de las turbas callejeras cuando están en el poder. En 1999 con Bill Clinton en el despacho oval la ciudad de Seattle vivió una batalla campal entre la policía y los grupos antiglobalización que exigían poner fin a los acuerdos de libre comercio que patrocinaba la OMC, reunida ese año en Seattle para su conferencia anual. El eslogan más coreado por los manifestantes era “Whose streetsOur streets! Whose world? Our world!” (¿De quién son las calles? ¡Nuestras! ¿De quién es el mundo! ¡Nuestro!). La calle fue suya durante días y al término de la conferencia Clinton ordenó revisar los acuerdos comerciales que había suscrito.

Acampada en Wall Street

Doce años más tarde, en 2011, se produjo el conocido como “Occupy Wall Street”, una concentración de radicales que decían representar al 99% de la población así que, para hacerse visibles, acamparon durante dos meses en un parque del bajo Manhattan. Aquello terminó con asaltos a bancos, edificios de oficinas y campus universitarios. Obama estaba en la Casa Blanca y no fue a más, pero consiguieron que el Partido Demócrata moviese su agenda hacia la izquierda reclamando en el Congreso impuestos más altos porque, según ellos, la calle lo demandaba.

De este tipo de agitaciones protagonizadas por una minoría radical y autolegitimada siempre sacan algo. Ahora lo que buscan es presionar a los demócratas para que cambien su postura en la guerra de Gaza y, ya de paso, señalar a los republicanos como grandes protectores de Israel, al que califican de Estado genocida. La mayor parte de ellos no sabría siquiera situar Gaza en un mapa. Tampoco conocen la historia del conflicto palestino-israelí y la innumerable cantidad de matices que tiene, pero es una buena causa ya que reúne una serie de elementos muy en boga en nuestra época como el racismo, el colonialismo y la culpabilidad de Occidente en todo y para todo. Esta lección se la tienen bien aprendida y cualquier excusa es buena para ponerla al día.

En el caso de que Donald Trump gane en noviembre podemos esperar lo peor. Las ocupaciones de los campus que hemos visto estos días serán sólo el aperitivo de lo que está por venir. Si Trump y Biden pelean hasta el último voto, algo que se da por descontado, no es descabellado pensar en batallas callejeras entre los radicales de un lado y los del otro. La diferencia estriba en que los de Trump que asaltaron el Capitolio en enero de 2021 fueron juzgados y condenados. Aún está por ver que se haga lo propio con los que perpetraron los saqueos hace cuatro años. La violencia no se debería medir con dos varas distintas, pero eso es tristemente lo habitual.