ABC 03/01/17
ISABEL SAN SEBASTIÁN
SOMOS la única nación del mundo occidental que se plantea como principal propósito de Año Nuevo el empeño de mantenerse intacta. Fuera de este mullido entorno algunas, como Siria, sufren guerras atroces. Si miramos a Turquía o Venezuela, golpes de Estado más o menos encubiertos. Más cerca, Gran Bretaña se dispone a consumar su divorcio de la Europa comunitaria y los Estados Unidos van a darse un atracón de populismo bajo el tupé de Donald Trump. Todos estamos en el punto de mira fanático de la horda islamista. Pero nosotros, «Spain is different», padecemos además el martillo pilón incansable del separatismo. Ese azote cansino, ese Día de la Marmota que son las amenazas constantes proferidas desde la Generalidad de Cataluña, institución que debe su ser a la Constitución española.
Año Nuevo, nueva murga. El «molt honorable» Puigdemont no podía desaprovechar la oportunidad de pronunciar un discurso solemne sin incluir en él el anuncio de un acto de sedición, disfrazado de «consulta legal», para septiembre de este 2017. Un robo a mano armada de victimismo a la soberanía de los españoles, hartos ya de estar hartos de tanta chulería impune. Porque toda esta labor de zapa tiene su coste, que es alto, y no se carga en la cuenta de los promotores de la «fiesta», sino en nuestros bolsillos exhaustos. Los de todos los contribuyentes obligados a ser «solidarios».
Nos tranquiliza Mariano Rajoy asegurando que no habrá aventuras al margen del orden constitucional vigente. Sería muy de agradecer que aclarara cuanto antes también cómo piensa él impedirlo, porque lo cierto es que, hasta la fecha, todo han sido palabras amables, actos de apaciguamiento, despacho de la vicepresidenta en Barcelona y «buen rollito». Nada susceptible de parar los pies a los que se han echado al monte y caminan hacia el precipicio. Hace pocas semanas el portavoz del Gobierno afeaba al «president» su actitud, tildándola de «unilateral», lo que se antoja muy blando para calificar actos y palabras abiertamente sediciosos, repetidos una y otra vez. Blandito e incluso susceptible de inducir a engaño, porque decir «unilateralidad» da a entender que existe una «bilateralidad» posible, lo que evidentemente no es el caso. Eso exactamente exigen, de forma más educada, los independentistas del PNV, empeñados en hablar de tú a tú con el Ejecutivo de la nación cuando les separa un abismo de representatividad y soberanía. La bilateralidad se da entre iguales. Los gobiernos autonómicos catalán y vasco están un escalón por debajo del Gobierno de España, por la sencilla razón de que gestionan un ámbito competencial que no incluye ni puede incluir decisiones que afecten al conjunto de los españoles, empezando por su propio futuro. Ni siquiera el Gobierno, con mayúscula, alcanza cotas de poder tan altas. Le compete, eso sí, velar por que la ley se cumpla y defender la Carta Magna de quienes tratan de burlarse de ella y, con ella, de todos nosotros. Es su obligación garantizar que no habrá reformas al margen de los cauces establecidos en el propio texto y que tampoco se establecerán más privilegios que los ya existentes con el fin de aplazar el problema. Porque privilegios son los sistemas fiscales vasco y navarro (eufemísticamente denominados «peculiaridades forales», cuando en realidad fueron fruto del chantaje separatista apoyado en una banda asesina) y privilegio sería otorgar un sistema parecido a Cataluña para callar la boca a los que amenazan.
El propósito de Año Nuevo anunciado por Puigdemont fue romper la unidad de España. El del Gobierno de la nación no puede ser otro que mantenerla. A cualquier precio.