ANDONI PÉREZ AYALA-EL CORREO

  • Condicionar la continuidad de la legislatura en Cataluña a la consecución de la agenda soberanista lleva a un callejón sin salida

Cuando solo faltaban cuatro días para que se cumpliese el plazo que obligaba a disolver el Parlament, dando lugar a la convocatoria automática de nuevas elecciones, y a punto de cumplirse el periodo emblemático de los cien días desde las autonómicas catalanas del 14-F, tuvo lugar la investidura del candidato propuesto por la conjunción tripartita soberanista ERC-JxC-CUP. Al menos ya se puede decir que hay un president, lo que no es poco si se tiene en cuenta que desde septiembre del pasado año la Generalitat no lo había tenido; una anomalía institucional difícil de entender.

Si no hubo president a lo largo de todo un curso se debió única y exclusivamente (ninguna otra causa lo impidió, tampoco ‘la bota de Madrid’) a la falta de acuerdo entre las formaciones catalanas para elegir, según las propias normas estatutarias, a la máxima autoridad de la Generalitat. Nunca es bueno que se prolonguen más de lo razonable situaciones de anomalía institucional como la que se dio en Cataluña; pero resulta especialmente preocupante en una coyuntura marcada por los efectos de la pandemia.

La forma en que se desarrolló la elección del nuevo president obliga a hacer algún comentario. No deja de llamar la atención la nueva modalidad de investidura, que podría calificarse como ‘investidura con cuestión de confianza en diferido’ ya que es el compromiso de plantear una cuestión de confianza dentro de dos años lo que permite que la elección salga adelante. Resulta insólito, tanto por lo que se refiere a la forma de articular la investidura como la cuestión de confianza. Al margen de lo que pueda ocurrir de aquí a dos años, más teniendo en cuenta la volatilidad de la coyuntura política, actitudes como ésta no son sino un reflejo de la persistente anomalía institucional en la que se desenvuelve el proceso político catalán últimamente.

Pero más allá de estas llamativas peculiaridades, interesa hacer referencia a las cuestiones de contenido, a partir de las que el Parlament otorga su confianza al president. Los temas que han centrado las polémicas en torno al nuevo Govern no han sido tanto los propios de un programa de gobierno para la legislatura como cuestiones de otro tipo que exceden por completo el marco de la actividad del Ejecutivo, tales como el encaje del ‘Consell de la República’ en el entramado institucional, el referéndum sobre la separación para constituir una república independiente, a acordar en la mesa de diálogo con el Gobierno central, la amnistía y, en general, todas las de la agenda soberanista.

Cada formación política puede plantear las cuestiones que estime oportuno para formar gobierno pero hay que ser conscientes de que condicionar la continuidad de la legislatura que comienza a la consecución de esos objetivos (que son, además, los que habrá que evaluar en la diferida cuestión de confianza dentro de dos años) conduce inevitablemente a un callejón sin salida. O a reincidir en un camino que aboca a una situación muy similar a la que ya se dio en 2017, con los resultados de todos conocidos. Conviene tenerlo presente para tratar de evitar lo que más que un tropiezo en la misma piedra sería estrellarse contra un muro de realidades fácticas.

Cabe plantearse la duda de si se quiere evitar realmente reproducir una situación como la descrita o, por el contrario, esta eventualidad no importa o, incluso, sería algo previsto como un riesgo ineludible en el camino hacia la conquista de la plena soberanía nacional catalana. En este sentido las reiteradas referencias en el acuerdo de gobierno al «embate» (cuyo significado no es otro que el de choque, confrontación) son tan significativas como reveladoras de la voluntad que anima a quienes sustentan el Govern que acaba de formarse. En cualquier caso, una actitud que no casa muy bien con la predisposición a dialogar para hallar un arreglo razonable, que nunca podrá darse sobre la base del programa máximo de la coalición soberanista que sostiene al Ejecutivo catalán.

El problema de fondo es que ni el nuevo Govern tiene fuerza ni apoyos suficientes (la cuarta parte del censo electoral no permite acometer ni mucho menos asentar un cambio tan drástico como la ruptura total con el Estado y la independencia) ni tampoco cabe esperar que vayan a diluirse las convicciones ‘indepes’ de quienes reúnen la apretada mayoría de votos y escaños obtenidos en las elecciones del 14-F. En estas condiciones, lo mas previsible es que se siga prolongando por un tiempo indefinido el ‘impasse’ político que viene caracterizando el desarrollo del ‘procès’, a la espera de que sea posible un acuerdo que, en cualquier caso, ha de ser más amplio y transversal que el que en el momento actual aglutina al Govern por una parte y a la oposición por otra.

Y mientras tanto, y a falta de alternativas mejores, no habrá más remedio que recurrir a la práctica de la ‘conllevancia’, de acuerdo con el término acuñado por Ortega y Gasset hace ya casi un siglo, en el debate en Las Cortes republicanas sobre el Estatuto catalán en 1932.