Ignacio Camacho-ABC
- Los continuos choques del sanchismo con la ley son síntomas de un problema endémico de respeto al ordenamiento
El Tribunal Supremo se llama así porque es el que tiene la última palabra, que sólo en el Constitucional o en la Corte de Estrasburgo, y sólo en determinados supuestos, puede ser corregida o revisada. Donde desde luego no resulta posible interpretar sus sentencias es en el Parlamento, escenario de un insólito conflicto de poderes al dilatar la ejecución de la condena de uno de sus miembros. El fondo de esta extralimitación de funciones es el empeño de Podemos en subordinar el criterio de los jueces al del Congreso bajo el primario argumento de que la Cámara representa la soberanía directa del pueblo. Es decir, la impugnación de las bases elementales del Estado de derecho más allá de la burla al imperativo ético que dicta que un diputado condenado en firme debe abandonar de inmediato su puesto. Y aunque al final la presidenta Batet haya resuelto el caso de la forma correcta -el precedente de Carme Forcadell constituía una seria advertencia-, la postura inicial del PSOE constituye el síntoma de una patética sumisión a su socio antisistema.
La fórmula protocolaria del veredicto -«debemos condenar y condenamos»- deja escaso margen a la duda sobre la obligación de aplicarlo sin casuismos enrevesados. Tampoco el hecho probado en el juicio, la agresión a un guardia, parece compatible con la ejemplaridad requerida a un parlamentario. Lo que Podemos ha planteado es un desafío de simple y llana desobediencia a la Justicia, a cuyos administradores viene acusando de actuar como una fuerza conspirativa que trata de sabotear su acción política. En la misma línea de rebeldía, la formación populista ha recolocado a otros militantes convictos o imputados como asesores de una ministra. No hay puntada sin hilo: todos esos movimientos forman parte de una ofensiva contra la autonomía del poder judicial, el dique de defensa de las garantías ciudadanas ante la deriva anómica de la izquierda autoritaria. El debate jurídico sobre la pena accesoria -inhabilitación- de Alberto Rodríguez es una coartada; de lo que se trata es de intimidar a los magistrados, de plantarles cara en nombre de una autoatribuida superioridad democrática.
Son demasiados choques con la ley los de este Gobierno, que ha llegado a indultar a unos sediciosos desoyendo por su cuenta el dictamen del Supremo. Esa reiteración supone un problema endémico de respeto al ordenamiento. Sólo que lejos de reconocerlo, los coaligados presentan sus continuos tropiezos como una obstrucción de los tribunales a su programa ‘de progreso’. Con el auxilio de sus terminales de propaganda han puesto en marcha una campaña de deslegitimación de la única institución que aún no ha sido colonizada. Como no la logran ocupar, al menos no del todo, pretenden deslegitimarla colgándole una etiqueta de obstinación retardataria. Ponerse una toga hoy en España es como disfrazarse de guerrero de la última aldea gala.