EL CORREO 02/02/14
J. M. RUIZ SOROA
· Las instituciones no son instrumentos diseñados para frenar al pueblo, son reglas para que el pueblo pueda practicar el juego de la democracia
La presencia física de los ciudadanos en la calle, protestando o reivindicando lo que toque, despierta un grado de atención y una sensación de presencia y autenticidad que ninguna institución democrática (la mayoría de las cuales son rutinarias, predecibles y aburridas) es capaz de suscitar. Los medios tiemblan de excitación cuando los vecinos de Gamonal se oponen al bulevar (más si hay alguna imagen nocturna de fuego o explosión que de ambiente), o cuando cien mil personas desfilan por Bilbao apoyando a sus presos, o cuando en Madrid los indignados tomaban Sol. Es como si, por fin, el pueblo se hubiera hecho carne y habitara entre nosotros, como si los cuerpos físicos de la multitud (que dirían Negri o Zizek) concentraran una realidad que nos pone más allá de todas las dudas y dificultades de la política cotidiana. Por fin, esto es el pueblo, eso donde terminan todas las disociaciones y rupturas de opiniones y partidos, donde nos podemos fundir en una unidad a la vez orgánica y trascendente.
Naturalmente es una ilusión. Aunque es una ilusión perdurable, porque incorpora la añoranza de una verdad última. Se ha observado en ese sentido que el siglo XIX en Francia fue una época políticamente sugestionada por la barricada, un fenómeno expresivo que remitía de inmediato a la autenticidad del pueblo parisino haciendo la revolución en 1792, directamente y sin intermediarios. Hoy la topografía de la ilusión ha cambiado, y de la barricada se ha movido a la plaza (Sol, Tahir, Kiev…), pero perdura la añoranza de encontrar, en un espacio y un momento concretos, la veracidad del pueblo. Que es, al final, la veracidad de Dios, porque en el Estado moderno el pueblo ocupa el lugar que tenía Dios en el imperio medieval. Todas las grandes ideas de la política moderna proceden de la teología, sentenció con razón Carl Schmitt.
Ni que decir tiene que el pueblo, como unidad orgánica o trascendente, no existe en persona o lugar alguno, es por sí mismo ‘inencontrable’ como lo definió de manera memorable Pierre Rosanvallon (‘Le peuple introuvable’). Todos somos el pueblo, luego nadie es el pueblo. Creer que la multitud o la asamblea ‘es’ el pueblo no lleva sino a la perversión de la democracia, pues entraña un monismo imposible. El pueblo es un espíritu o un principio democrático, pero ese principio se desarrolla en muchos lugares y en muchos momentos distintos, sin estar monopolizado por ninguno de ellos.
En efecto, existe el ‘pueblo sociológico’, con sus características concretas y sus movimientos soterrados que borbotean inquietos. Normalmente adopta la forma de un público que asiste al espectáculo democrático, con mayor o menor grado de exigencia y crítica en cuanto a la calidad de la ejecución. No suele impulsar iniciativas, sino que su mayor poder es el de impedir, un poder poco estudiado en la teoría política pero muy real, el poder de abortar con su resistencia las iniciativas de los gobernantes, con un desacuerdo callado o estruendoso. Es el pueblo que a veces estalla en olas de indignación súbita y efímera que apenas dejan huella perdurable. Es el pueblo que cada vez más excita la puesta en marcha de los mecanismos de control y juicio de los gobernantes. Es un pueblo multifacético, tan vivo como la sociedad donde habita.
Pero también existe el ‘pueblo electorado’, el que periódicamente hace o deshace gobiernos representativos, el que se manifiesta de manera rutinaria y predecible cada cierto número de años. Es el pueblo de la cantidad, actúa a través del número de los votos, de una manera fría y carente de emoción. Encarga del gobierno a unos representantes y desea que esos y no otros sean los que gobiernen por él. Y, sin embargo, es también el pueblo, no menos que el otro. Para que el pueblo pueda gobernar realmente en cualquier sentido que tenga el término, es requisito esencial que no gobierne directamente sino por representantes.
Y existe por último el ‘pueblo instituido’, el pueblo que se ha materializado en constituciones e instituciones en un proceso histórico, en unas reglas que determinan cómo se ejerce el gobierno y, sobre todo, cómo todo gobierno debe respetar a las personas del pueblo –los derechos fundamentales–. En este sentido, las constituciones, los tribunales, las leyes, son también el pueblo, un pueblo que no sólo quiere mandar, sino también protegerse del poder de ese mismo pueblo poniéndole de antemano límites y cotos vedados. Las instituciones no son instrumentos diseñados para frenar al pueblo, son reglas para que el pueblo pueda practicar el juego de la democracia. Sin reglas no hay juego, y sin juego no hay pueblo.
Esta multiplicación del pueblo se puede expresar también viéndolo en perspectiva temporal, entendiendo el sistema político como una ‘democracia continua’ que se interpreta en tiempos distintos, tal como lo hace una sinfonía. Está el tiempo corto del pueblo que se mueve y se indigna y subleva un día, está el tiempo más lento del pueblo que vota periódicamente o el de los jueces que aplican la ley, y está el tiempo muy largo del pueblo cristalizado en textos constitucionales heredados de otras generaciones. Lo importante es darse cuenta de que todos ellos ‘son’ el pueblo y que ninguna de sus expresiones o momentos puede suplantar a los demás y pretender asumir en exclusiva el papel de pueblo. Esas imágenes que ponen la piel de gallina a tantos demócratas no deben llevarnos a engaño sobre su significado: los burgaleses de Gamonal no son más pueblo cuando salen a la calle que cuando no salen, o que cuando votan y eligen, o que cuando obedecen a las instituciones. El pueblo al final es la atmósfera donde interactúan todas sus versiones.