Federico de Montalvo Jääskeläine-ABC

  • La comunidad es sustituida por una suerte de narcisismo grupal con una creencia irracional en la grandeza del propio grupo, acompañada de un desprecio por otros grupos. Y a esa creencia sirven con habilidad las nuevas formas de información, ni formal ni profesional

El transcurso del tiempo y la superación de las diferentes décadas que estructuran numéricamente nuestra existencia determina, en una gran mayoría de personas, una mutación anímica hacia la añoranza: de la exaltación del futuro como esperanza a la reivindicación del pasado como autenticidad. La copla manriqueña de que cualquier tiempo pasado fue mejor es muy bella e incierta, aunque, en ocasiones, tampoco es mentira. Y puede que cuando de valorar el actual periodismo se trata, tanto en su vertiente de información como de opinión, cualquier tiempo pasado, no mucho atrás, parece mejor.

Y ello no obedece a que los periodistas de hoy sean peores que los de ayer. A que cuenten con menos medios, menos preparación. Los de ahora son extraordinarios, equiparables a las mejores plumas de hace décadas. Sin embargo, ya no están solos.

El ecosistema de la información y opinión se ha alterado sustancialmente por obra de la digitalización de la realidad. Ahora hay muchos, demasiados, malos periodistas. Y es que ahora todos somos periodistas. Ello ya lo ha apuntado nuestro Tribunal Constitucional hace un lustro, cuando señaló (STC 27/2020) que los usuarios han pasado de una etapa en la que eran considerados meros consumidores de contenidos creados por terceros, meros sujetos pasivos de la información, a la actual en la que los contenidos son producidos por ellos mismos, transformándose en auténticos sujetos activos que elaboran, modifican, almacenan y comparten información. Y añade el mismo tribunal en la más reciente Sentencia 83/2023 que la comunicación e interacción digital se caracteriza por venir apoyada, entre otras características, sobre la inmediatez y rapidez en la difusión de contenidos, la mayor dificultad de establecer controles previos a esa difusión, y la potencialmente amplia –y difícilmente controlable– multiplicación, reiteración y transmisión entre terceros de los contenidos alojados en la red».

Así pues, la comunicación en Red produce una alteración de los roles que ocupaban tradicionalmente los informadores y los ciudadanos. Ahora, el ciudadano asume un nuevo papel que todos los miembros de la comunidad sabemos perfectamente que no es real, el de un presunto profesional de la información y la opinión, pero, pese a ello, tratamos las informaciones y opiniones que se nos suministra por esa nueva vía de la misma manera que la que procede de los medios profesionales. Ya no es extraño encontrar en el debate sobre determinados hechos la confrontación entre noticias profesionales y meras opiniones de legos sin ninguna cualificación periodística o de experiencia sobre la materia objeto de debate. Se pasa de la comunicación de masas que estableciera Castells, a la «autocomunicación de masas», pudiendo cualquier individuo crear por sí mismo el ecosistema informativo. El clásico consumidor de noticias se convierte en «prosumidor», productor y consumidor al mismo tiempo (Arias Maldonado).

La transformación digital del espacio público produce un desdibujamiento de la profesión, y, como consecuencia de ello, se difumina la frontera que marca la veracidad, naturalizándose la mentira, incrementándose la animosidad comunicativa, normalizándose los discursos extremistas, con una producción y difusión más rápida de noticias falsas o teorías conspirativas (Arias Maldonado).

Y no debemos olvidar, en cuanto a los roles profesionales, que mientras que el periodista está sujeto, al menos, a un código deontológico, el ciudadano informador y opinador ni lo conoce. Y lo mismo puede decirse del trabajo colectivo de racionalidad deliberativa que se lleva a cabo en la redacción de un medio de comunicación tradicional antes de emitir la noticia. Ésta se comparte cautelarmente con otros compañeros antes de comunicarse, lo que no ocurre con las noticias que directamente emiten los ciudadanos o tampoco con medios de comunicación digital que responden a un modelo desestructurado sin consejo de redacción.

Además, la Red genera dos efectos más: una información a la carta en la que el consumidor no queda sujeto a la sistematización de las noticias que le ofrece el medio, sino que es aquél el que elige. La información se convierte en una mera cuestión de elección, y ello lo que acaba por es dificultar la conformación de una opinión pública que sea ajena al mercado del consumo. El individuo no se informa necesariamente de hechos noticiables, sino de sus meras preferencias. La lectura de la noticia no responde en la Red a la sistemática del medio tradicional. La información será ya una mera expresión de la preferencia individual. Se convierte en una suerte de ‘smorgasbord’ sueco.

Por otro lado, una inundación de información, con la situación de desbordamiento que ello conlleva. Y este sentirse desbordado genera una situación con dos características psicológicas aparentemente contrarias pero coexistentes: por un lado, la exposición a tan ingente masa de información hace vulnerables a los individuos, por la imposibilidad de poder verificar mínimamente la misma, a lo que tampoco se ha enseñado a las generaciones más jóvenes. Por el otro, la acumulación de información permite que opere el sesgo de confirmación, en virtud del cual, todos tenemos la tendencia a aceptar aquello que ya sabemos o en lo que creemos. Y con tanta información en Red es difícil no encontrar una opinión o valoración que no satisfaga nuestro sesgo. Nuestra racionalidad es ahora una racionalidad constreñida a no poner en cuestión nuestra preferencia. No se pueden asimilar grandes cantidades de información y se elige aquella que nos satisface.

Nos encontramos, pues, por obra de la expansión de la Red en una aldea hipercomunicada, una sociedad, en palabras del filósofo surcoreano Byung-Chul Han, con comunicación pero sin comunidad y, podemos añadir, inundada de información que no ayuda a conformar una verdadera opinión pública. La comunidad es sustituida por una suerte de narcisismo grupal con una creencia irracional en la grandeza del propio grupo, acompañada de un desprecio por otros grupos. Y a esa creencia sirven con habilidad las nuevas formas de información, ni formal ni profesional. El narcisismo colectivo exige una alta necesidad de cierre cognitivo, un deseo de aferrarse rígidamente a creencias simplistas e inadecuadas en lugar de aceptar la incertidumbre, con una muy baja reflexividad. Una nueva plaza pública llena de narcisos e informadores legos.

Y si plaza pública se llena de narcisos malinformados ¿qué futuro les espera a nuestras democracias representativas que tienen con la información veraz y opinión racional una relación simbiótica?

SOBRE EL AUTOR

Federico de Montalvo Jääskeläinen

Es catedrático de Derecho Constitucional, Universidad Pontificia Comillas