Pedro Oliver Olmo-El Correo
Profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Castilla-La Mancha
- En España, con una derecha frustrada y un Gobierno de coalición apuntalado por una mayoría quebradiza, el estado de agitación y sobresalto se nos ha cronificado
La confrontación política tiene mala pinta. Es arisca y desagradable. Habrá quien disfrute con eso, pero mucha gente se muestra desazonada. La polarización se agrava por momentos con el crecimiento de las ultraderechas y su capacidad de influencia en los liderazgos, las agendas, las tácticas y los lenguajes de las derechas clásicas. Es un problema que, lejos de estar localizado y acotado, se desborda y nos inunda. Se nota el peso de una atmósfera política por momentos irrespirable, recargada de amenazas, sospechas, conspiraciones… y acusaciones sobre intervenciones espurias de medios de comunicación, jueces conservadores y fiscales de parte.
Todo va llegando amontonado y multiplicado en las redes de la sociedad informacional (las famosas ‘fachosfera’ y ‘manosfera’), entre un vocerío que confunde el tono agrio y duro de las descalificaciones partidistas con las diatribas de la antipolítica. Al reñidero nadie le ve un final inmediato. La tensión permanente hace mella en la estructura psíquica de la sociedad. Se genera estrés, ansiedad eufórica o melancólica, en dosis y tiempos acelerados y alterados, al son de un ruido mediático que se retroalimenta con las estrategias de comunicación de los partidos y los gobiernos municipales y autonómicos. En España, con una derecha frustrada y un Gobierno de coalición apuntalado por una mayoría quebradiza, el estado de agitación y sobresalto se nos ha cronificado.
La ciencia política podría identificar lo que nos ocurre como algo corriente y recurrente que ya pasará. La historia política dice que es lo propio de dirigentes políticos que interactúan irresponsablemente con sus seguidores más exaltados. Pero hay que desmenuzarlo un poco para poder verlo. La actual virulencia política opera como vector de presión multidireccional, pues, además de reforzar la identidad interna, quiere conseguir resultados que trasciendan el campo de la propaganda partidista legal. Este estilo de confrontación sin tregua provoca efectos que van mucho más allá de lo que puede acarrear el uso de un repertorio de tácticas sucias que busca amedrentar al contrario incitando a la desmovilización de su electorado. Esos efectos sociales son los que, al margen de las derivaciones demoscópicas, retratan el estado de ánimo colectivo. La polarización provoca zozobra y ansiedad en mucha gente que no soporta el pimpampum estridente de la batalla por el poder.
Quizás tengamos que empezar a hablar de un síndrome de ansiedad política, de la misma manera que tuvimos que identificar la ecoansiedad o la depresión medioambiental que provocan las evidencias científicas sobre la crisis climática y el runrún inatajable de malas noticias que la acompañan. En la práctica la ansiedad política está en boca de mucha gente. Se empezó a hablar de ella en EE UU con la llegada de Trump a la Casa Blanca, y en seguida se extendió, de país en país: Brasil, en segundo lugar; Italia, después; y luego, Argentina, Alemania, Francia… El problema es global. ¿Pero qué peculiaridades se observan en España? Quizás más adelante veamos estos años, sobre todo los que van de 2018 a 2024 y más aún el que comenzó con las elecciones municipales y generales de 2023, como una etapa relativamente normal a la luz de un sistema de representación en crisis tras el 15-M de 2011 y con clamorosos déficits democráticos: cuando las mayorías parlamentarias no son absolutas ni estables se desarrollan tácticas de oposición que provocan falsas expectativas y frustraciones.
Pero, como necesitamos análisis urgentes, quizás debamos ampliar la perspectiva y mirar a nuestra historia reciente. Así veremos mejor que la ansiedad política, aunque sea trasversal, ha sido alentada sobre todo por determinadas tácticas comunicativas de ciertos líderes de opinión que están ubicados ideológicamente en la derecha. Algunos de ellos ya llevaban tiempo en empeños semejantes, pero su momento axial eclosionó entre el 11 y el 14 de marzo de 2004. La ansiedad política como problema nervioso colectivo se empezó a gestar en España por efecto directo e indirecto de una gran sorpresa traumática. La sorpresa, una incógnita que no contamos dentro de la ecuación de los futuribles políticos, se nos quedó adherida con el atentado y con la gestión de la desinformación por parte del Gobierno Aznar.
En efecto, antes de que el confinamiento nos hiciera ver que lo más sorprendente podría sobrevenir en cualquier momento; antes de que el sistema político español se viera removido (legalmente, pero removido) por el triunfo de una moción de censura en junio de 2018, y, por supuesto, antes de que el ciclo 15M-Podemos pudiera sacudir el tablero del bipartidismo, España vivió un acontecimiento terrible que trastocó los consensos sobre las formalidades y legitimidades del cambio político. Y así, antes de que nos creciera esta ansiedad de 2024 nos asaltó la impronta de la sorpresa como factor creíble, aunque descontrolado y fantasioso, del cambio político, lo que fomentaba una idea algo supersticiosa de la lucha política, alimento de teorías conspiratorias y ensoñaciones sobre cambios fáciles del estatu quo.
En principio, el hecho de que el 11-M diera lugar a gobiernos del PSOE apoyados en mayorías ralentizó el efecto profundo de la ansiedad en las derechas, aunque abrazaran indisimuladamente las teorías de la conspiración. Sin embargo, ni con Rajoy en el Ejecutivo llegaría la tranquilidad. Aún tenía que suceder ese otro hecho súbito: la moción de censura de 2018 que llevó a Pedro Sánchez al Gobierno.
Desde entonces se acrecentó en las derechas una percepción errónea sobre las posibilidades de la sorpresa en coyunturas inciertas. La realidad de la aceleración de la ‘nueva política’ indicaba que era profunda la crisis del sistema y que había alternativas, pero ninguna mano negra. Sin embargo, al PP de Casado y luego de Feijóo le faltó calma para aceptarlo, viendo que a la ultraderecha le entraban las prisas y a la otra parte del PP ‘las ganas’. La frustración del verano de 2023 creó nuevas expectativas sobre posibles atajos para llegar al Gobierno, implementando la presión y llevándola a la calle. Hasta que la ansiedad política nos ha envuelto a todos y amenaza con ponernos enfermos.