- Mientras existió la Unión Soviética, la seguridad europea estuvo en cuestión, lo que daba sentido al compromiso de Estados Unidos con ella, con la reconstrucción y con la consolidación de estados democráticos. Ya no existe la Unión Soviética y si Europa está amenazada es sólo por su propia y exclusiva irresponsabilidad
Los máximos dirigentes europeos se reunieron de manera informal la semana pasada para tratar de fijar posición ante los primeros pasos de la nueva administración de Estados Unidos. A la reunión fueron invitados tanto el primer ministro británico como el secretario general de la OTAN, puesto que las nuevas circunstancias tienen efectos que van más allá de la Unión Europea. El Viejo Continente ha tratado durante décadas de no darse por enterado de los cambios que se estaban produciendo en su entorno, preocupado como estaba en sacar adelante los compromisos adquiridos, tanto en la profundización como en la ampliación de la Unión, y sorteando crisis económicas y pandemias. Finalmente, la cruda realidad se ha impuesto y ya no es posible ganar más tiempo, posponiendo sine die lo que había que haber hecho hace años.
Por mucho que Trump trate de capitalizar el giro en la relación trasatlántica, y sin ánimo de restar importancia a sus acciones recientes, la crisis viene de atrás. Comenzó a hacerse patente en el segundo mandato de la presidencia de Bush, cuando en discursos oficiales las autoridades norteamericanas denunciaron tanto la ausencia de una sintonía estratégica como la falta de inversión en capacidades militares. Desde entonces las elites washingtonianas han ido desarrollando una profunda desconfianza en sus iguales europeas. No comprendían la falta de visión estratégica, el desinterés por lo relativo a la defensa, la inacción ante la Revolución Digital y, en general, la dificultad para entenderse con unos dirigentes carentes de la formación para hacer frente a los grandes temas de la política internacional de nuestros días. Finalmente, en el Capitolio fue cuajando la idea de que las instituciones y los acuerdos característicos de la Guerra Fría no tendrían por qué sobrevivir al cambio de época. No todos los legisladores, políticos o analistas ven el problema de la misma manera, ni comparten visión sobre cómo afrontar la nueva etapa, pero sí participan de una percepción pesimista sobre Europa, sus elites rectoras y sus ciudadanías.
El divorcio no es inevitable, pero para salvar una relación que está detrás del período más largo de libertad, justicia y bienestar europeo hará falta una combinación de inteligencia política, oficio y voluntad que, siendo realistas, parece poco probable alcanzar. Por ahora estamos en la primera fase, la que refiere al shock, el reconocimiento de culpa y las críticas al presidente de los Estados Unidos por un conjunto de actuaciones, unas con mayor fundamento que otras.
Todo vínculo responde a un para qué. Mientras existió la Unión Soviética la seguridad europea estuvo en cuestión, lo que daba sentido al compromiso de Estados Unidos con ella, con la reconstrucción y con la consolidación de estados democráticos. Ya no existe la Unión Soviética y si Europa está amenazada es sólo por su propia y exclusiva irresponsabilidad. Si no dispone de capacidades militares para disuadir a Rusia es por su culpa y de nadie más. La clase política norteamericana tiene claro que su problema es China, aunque no haya acuerdo sobre cómo afrontarlo. Va a concentrar sus energías en gestionarlo en sus diversos planos – innovación, influencia, seguridad y defensa – dejando de lado asuntos que no afecten a sus intereses nacionales. Los europeos han reconocido formalmente que China es un «reto sistémico», pero no han sido capaces de dar un paso más y establecer una estrategia coherente. Bien al contrario, asistimos a comportamientos erráticos que ponen en evidencia diferencias nacionales, dependencias del mercado chino y alarmantes querencias ideológicas. Si los estados europeos miembros de la OTAN no fuerzan a Estados Unidos a un debate estratégico serio, más allá del % sobre PIB de la inversión en defensa, el futuro de esta organización estará seriamente en cuestión. Para forzarlo serán necesarias dos circunstancias hoy ausentes: saber qué se quiere y capacidad de interlocución.
La nueva política comercial de Estados Unidos responde a una visión estratégica en la que Europa no cuenta como socio de relevancia. Las barreras arancelarias son una realidad, dejando a un lado si son o no un acierto desde la perspectiva de quien las erige. Personalmente, creo que Trump se equivoca y que los ciudadanos de ese país van a pagar las consecuencias, pero ese es otro tema. El problema se agrava ante el tirón gravitacional del mercado norteamericano, que atrae tanto a empresas como a trabajadores cualificados europeos, hartos del exceso de normativa, de unos impuestos muy elevados y de un ambiente contrario a la innovación y al emprendimiento. Trump no es culpable de todo esto, la responsabilidad recae en una clase política europea que optó por desarrollar los denominados «estados de bienestar» a costa de la libertad individual y empresarial. Las bibliotecas están llenas de informes que analizan el estado de la Unión y sus remedios, repitiendo, una y otra vez, lo ya sabido. Nunca una decadencia ha sido tan estudiada y anunciada, nunca una clase política ha estado tan dispuesta a no escuchar.
La prudencia aconsejó organizar una reunión informal, que no requiriera nota de prensa ¿Qué decir? Pero ahora no sólo hay que decir, además hay que hacer. La Unión se encuentra en un momento crítico. O habla con una sola voz o lo harán los estados. O avanza institucionalmente concediendo mayores competencias a la Comisión o los gobiernos, quieran o no, tendrán que tomar decisiones importantes en materia de acción exterior. La desconfianza en las elites europeas, ganada a pulso, empuja a muchos ciudadanos hacia las opciones nacionalistas, pero los estados aisladamente no tienen, y no van a tener, capacidad para actuar ante la dimensión de los retos contemporáneos. Los europeos están despertando a la fuerza, tarde y mal, y en breve tendrán que adoptar medidas que condicionarán su futuro durante décadas.