ABC 25/11/16
DAVID GISTAU
· Un par de reflexiones urgentes, desprovistas de sentimentalismo necrológico
NUNCA entendí el periodismo como una labor misionera. Los periodistas no son personajes mesiánicos descendidos a la Tierra para hacer mejor la vida de la humanidad y salvarla. Esta es una pomposa coartada que esconde tendencias conspirativas, servicios políticos y gañotes tremendos: entre salvar la democracia o comer gratis, el periodista promedio siempre preferirá lo segundo. Con todo, vamos a suponer que el periodismo tiene una función social, higiénica, de contrapeso. Esta impondría al periodismo la obligación de denunciar las faltas de los cargos públicos de forma profesional y aséptica, con escrúpulos y honestidad, sin hacer más destrozos que los necesarios y sin suplantar la Justicia con una carreta hacia la guillotina. Si como consecuencia de esta labor una vida queda destruida, ello puede asumirse. Otra cuestión es la proporcionalidad. Es decir, que este supuesto compromiso del periodismo con su sociedad se convierta en un pretexto para practicar el «mobbing» con ensañamiento y para caracterizar machaconamente al personaje como poco menos que un gánster internacional (hay que bajar luego al bar siendo esto). Para que el periodismo se arrogue una patente de corso con la cual somete a ciertos personajes públicos a un tratamiento infinitamente más brutal que la supuesta falta. Y ello, por una estrategia que en realidad es política o comercial o ambas, que lo mismo persigue desgastar un partido que satisfacer una audiencia con apetitos primarios. En este segundo supuesto, si una vida queda destruida, el periodista con un mínimo de sentido moral debería detenerse un instante a pensar qué está haciendo con su oficio y qué abusos diluye en el pretexto de su obligación misionera con la humanidad. Esto ya era así antes de que muriera Rita Barberá. Hubo antes vidas destrozadas, aunque sus propietarios aún respiren.
El PP, que se siente culpable, busca alguien a quien endosar la muerte de Barberá. Incluso entre sus propias filas. Los candidatos más evidentes son los vicesecretarios cuyo discurso estableció una ruptura generacional cuando ellos estaban hartos de defender sin convicción una época popular judicializada. Más allá de que en el PP ahora duela el abandono de Barberá a los apetitos de los «sans-culottes», sería muy injusto culpar a los vicesecretarios nada menos que de una muerte. Sería brutal por más que sirviera al partido para limpiar su propia conciencia transfiriendo la responsabilidad. La muerte conlleva respeto, pero no una exoneración. Lo que dijeron no fue sobre una persona muerta, como en la repugnante hostilidad de Podemos, sino sobre un político en activo. Y que, por serlo, estaba expuesto a crítica, a investigación y a responsabilidades políticas. Siempre en proporción. Lo que no es un gaje del oficio es que te conviertan en Al Capone los que, para hacerlo, se arrogan no sé qué derechos mesiánicos, cuando en realidad hacen política de otra manera.