MIGUEL ESCUDERO-EL CORREO

Antietam es una palabra con renombre bélico. Contra lo que podría parecer, no indica la oposición a una banda terrorista felizmente vencida, sino que alude a un riachuelo que pasa por Maryland. En esa zona se produjo el 17 de septiembre de 1862 una durísima batalla de la guerra de Secesión, que llevaba año y medio desangrando a los estadounidenses. Cuando todo pintaba a su favor, los confederados fueron derrotados. En aquel entonces incluso se proponían mediadores internacionales para pactar la disolución de Estados Unidos, los rebeldes tenían notables apoyos en Europa y el ‘Times’ de Londres presionaba al Parlamento británico para reconocer de inmediato al nuevo Estado independiente. Aquella victoria fue decisiva y supuso un giro radical en la contienda.

Lincoln fue el presidente de la guerra civil, con él comenzó y con él acabó. Al mes de jurar el cargo se inició la rebelión armada. Cinco días después de la batalla de Antietam él se decidió al fin a proclamar la emancipación de los esclavos; unos cuatro millones de personas que eran mano de obra gratis. La paradoja era que se luchara contra los amos de esclavos, y no contra la esclavitud; no se atrevían.

Al siglo siguiente, eliminada la esclavitud, el 90% de la población de Virginia rechazaba la integración. En 1954, la Corte Suprema de Estados Unidos tuvo que declarar inconstitucional la segregación racial en las escuelas públicas. En 1957 se produjeron graves altercados en Arkansas (otro antiguo Estado confederado) porque nueve jóvenes negros se matricularon en una escuela.

Pero las libertades y la dignidad personal deben estar por encima de la mayoría numérica.