Manuel Montero-El Correo

  • Antifascista se presenta como el antónimo perfecto de fascista. Pero el opuesto legítimo es demócrata, que rechaza las prácticas violentas y la intolerancia

Nuestra vida pública comienza a estar tomada por los antifascistas. Ocupan la calle, llevan la voz cantante, dictaminan sobre el bien y el mal, proponen derribar estatuas, decapitan la de Washington y a la de Colón le han cogido tirria. En nombre del antifascismo se justifican agresiones violentas.

Este antifascismo sobrevenido se sitúa en el lado bueno de la historia, se define como el enemigo de una de las grandes perversiones políticas y tácitamente reclama para sí la lucha contra la intolerancia totalitaria. Hasta justifica las agresiones: para defendernos de la amenaza fascista.

¿Estamos salvados, por tanto, habida cuenta de que a primera vista hay muchos más antifascistas que fascistas?

Mejor no confiarse: el antifascismo actual es una impostura. Crea un peculiar malentendido, seguramente de forma interesada. Antifascista se presenta como el antónimo perfecto de fascista, pero no lo es en el sentido habitual de las palabras. El opuesto legítimo a fascista es demócrata, que rechaza las prácticas violentas, los radicalismos y la intolerancia. Un violento antisistema puede declararse antifascista pero estar en las antípodas de la democracia y, pese a la retórica, encontrarse en el mismo hoyo conceptual que el fascismo: intolerante, violento, totalitario. No tiene reparos en impedir mítines legales de partidos legales, una práctica fascista.

Este antifascismo tiene una característica señera: su capacidad de detectar enemigos, o inventarlos. Para el antifascista militante cualquiera puede dar en facha. Básicamente, todo aquel que no coincida con su definición de progre. Ciudadanos queda calificado de facha o no según las conveniencias, el PP a poco que se descuide. Si algún socialista discrepa del exhibicionismo superprogre le cae el sambenito de facha. «PNV fascista», acusan las pintadas de los últimos tiempos.

La definición de fascista queda al gusto del autodenominado antifascista, por lo que lleva siempre las de ganar. Un antifa, ventajista y susceptible, encuentra fascistas en cualquier lado. En esto no hay medida ni criterios objetivables. Facha o fascista es aquel que sea señalado por el antifascismo redentor.

Al declarar fascista a alguien, el orador se arroga cierta superioridad moral. Recuerdo histórico (no tan lejano, quizás actual): cuando en las manifestaciones de próximos al terrorismo se gritaba en euskera «vosotros fascistas sois los terroristas», que establecía una peculiar inversión de valores en la que la democracia quedaba calificada de fascista y terrorista y en consecuencia la intolerancia resultaba no ya perdonada sino santificada. En nombre del antifascismo, se supone.

Últimamente se agrandan las distancias entre las palabras y su significado. Vale decir cualquier cosa, y si encaja con algún estereotipo, cuela. Sólo así puede entenderse la jaculatoria de Bildu, indignándose airadamente con el racismo en Estados Unidos para concluir: «Queremos vivir en Euskal Herria sin ningún tipo de exclusión». Suena a sarcasmo, viniendo de quienes durante décadas han practicado en Euskal Herria la exclusión sistemática, sin inmutarse cuando asesinaban al diferente, antes bien, jaleando: hoy, sin síntomas de arrepentimiento. O es cinismo o las palabras han perdido significado.

De ahí las insólitas propuestas que a veces llegan de la izquierda abertzale, cuando plantea alianzas antifascistas. El término antifascista le permite disfrazarse como demócrata, es otra vía para blanquearse. La paradoja: salvo la costumbre de calificar como fascista a cualquiera, no queda claro dónde está hoy el fascismo, ni cuánto hay.

Asusta tanto antifascista militante y compulsivo, por mucho que por lo común su reino se ciña a Internet. Ante la evanescencia de su enemigo -cuando todo es fascista nada es fascista-, en general es un antifascismo referencial, comodón, de salón. Es una lástima que no les hubiera entrado la comezón antifascista hace unos años, cuando en el País Vasco teníamos lo más parecido al fascismo que ha existido en Europa occidental desde la Segunda Guerra Mundial, la época en la que el terrorismo arrastró masas en un proyecto intolerante.

Aunque quizás el antifascismo sobrevenido es más de sentirse cercano a los comportamientos comprensivos con el terrorismo.

Esta confusión de las lenguas aspira a dividirnos en fascistas y antifascistas, logro que sería la tumba de la democracia. Busca la anulación del intermedio. En tiempos, se suponía que la mayoría de la gente era neutral y que votaba según le fuese en la feria. Ahora la neutralidad está mal vista. En los esquemas actuales, el intermedio es el peor adversario: el que te puede llegar a vencer, yéndose al otro lado. En cuanto se descuide, será llamado facha, dentro del universo moral creado por el antifascismo tramposo, altanero y simplón.