Hannah Arendt sostuvo que el antisemitismo es una raíz fundamental del totalitarismo, tanto del nazi como del comunista. El antisemitismo une por los extremos a extrema derecha y extrema izquierda, la siniestra coalición rojiparda que apoya a Putin contra Ucrania y occidente, y que por los mismos fines también apoya a Hamás contra Israel. El salvaje ataque de Hamás del pasado sábado nos devolvió a escenas de las razias nazis en el este de Europa y a los violentos pogromos anteriores, que convertían a la judería en chivo expiatorio y de vez en cuando asesinaban unos cientos o miles de judíos, incluso en países por lo demás civilizados.
Hamás también nos devolvió a la realidad del antisemitismo, nunca desaparecido; no cabe descartar que esa fuera una de sus intenciones cuando atacó un festival pacifista de música electrónica, secuestró y violó mujeres para exhibirlas como trofeos y asesinó a los bebés de un kibutz. Quien disculpe estas atrocidades, en nombre del pueblo palestino o de cualquier otro pretexto, es simplemente un antisemita con quien se puede contar para objetivos totalitarios más ambiciosos.
Israel y los judíos han pasado a encarnar la perversa democracia liberal, y con motivo: es el único país democrático de la región
El antisemitismo podría definirse como la creencia, expresa o subliminal, en que el asesinato de judíos siempre tiene algún motivo. Algo como la teoría del apartheid palestino, asumida por Sumar y su constelación de comunistas lunáticos como motivo de las atrocidades de Hamás, a pesar de que Gaza sea una entidad palestina con autogobierno. El antisemitismo actual de la izquierda reaccionaria dice que los palestinos, y musulmanes en general, son el pueblo elegido de la conversión de la vieja lucha de clases en lucha de minorías étnico-sexuales contra la democracia burguesa. Israel y los judíos han pasado a encarnar la perversa democracia liberal, y con motivo: es el único país democrático de la región; por su parte, palestinos y otras minorías étnicas y sexuales sustituyen al extinto proletariado industrial.
La teoría del islamoizquierdismo, la síntesis de viejo izquierdismo e islamismo hegemónica en la izquierda radical de países como Francia y España e incluso Inglaterra, es una buena explicación (como esta de Alejo Schapire), pero tiene raíces culturales y de mentalidad más profundas. Merece la pena echarles una ojeada, dado el carácter de demonio familiar transversal del antisemitismo en nuestra cultura. Se encuentra antisemitismo no solo en esa paleoizquierda reconstituida, sino en el Ku Klux Klan, el eurasianismo ruso y el supremacismo blanco de las extremas derechas. Por lo demás, la destrucción de Israel es doctrina oficial no solo del yihadismo terrorista, sino de la república islámica de Irán, patrona de Hamás y Hezbollah.
El odio al pluralismo y la democracia
El origen del antisemitismo hay que buscarlo en el rechazo de las minorías no cristianas en nuestra cultura medieval. El empeño de los judíos en permanecer como minoría viva tras la definitiva destrucción de su estado por el emperador romano Tito les convirtió en una rareza dentro del imperio, heredada por las sociedades cristianas: una minoría religiosa, pronto étnica debido a la endogamia, que se negaba a la asimilación pese a las constantes presiones violentas o pacíficas (los interesados pueden leer la monumental historia de los judíos de Simon Schama).
Es el origen de la llamada «cuestión judía»: ¿qué hacer con ellos? ¿Expulsarles de sus estados, como los Reyes Católicos? ¿Tolerarlos, pero perseguirlos de vez en cuando, como en el centro y este de Europa?
A diferencia de los musulmanes, los judíos habían perdido el estado propio y eran completamente incapaces de defenderse al modo de los primeros. Eso les convirtió en viva representación de la minoría interior y, por tanto, del pluralismo social. Simétricamente, el antisemitismo representa el rechazo de la sociedad plural, con libertad de conciencia y minorías desafiantes a la voluntad de la mayoría. Es el origen de la llamada «cuestión judía»: ¿qué hacer con ellos? ¿Expulsarles de sus estados, como los Reyes Católicos? ¿Tolerarlos, pero perseguirlos de vez en cuando, como en el centro y este de Europa? ¿Reconocerlos y marginarlos, como en Roma, Venecia, Francia, Inglaterra u Holanda?
La solución ilustrada liberal es conocida, y en realidad la única decente: liberar a los judíos de la marginación e integrarlos como iguales sobre el principio de libertad de conciencia, que considera la fe religiosa asunto privado y comunitario, pero no político. El judaísmo liberal también sufrió una escisión interna entre quienes propugnaron el abandono voluntario de la sinagoga y la disolución en la sociedad de ciudadanos, propuesta de diversos modos por Spinoza, Disraeli, Marx o Freud, y los que concluyeron que la salvación de los judíos dependía de conseguir una nación propia con su estado y su territorio, la del sionismo de Theodor Herlz.
El renacimiento de Israel
El abandono voluntario del judaísmo, radical o moderado, es el origen de la impresionante cantidad y calidad de los intelectuales, científicos y políticos de origen judío: entendieron que la alta cultura era la verdadera vía liberadora. Pero chocaron con la resistencia antisemita, que juzgó esa brillante explosión de talento secularizado prueba de la conspiración mundial judía, la patraña de los zaristas Protocolos de los sabios de Sión.
El antisemitismo niega a los descendientes de judíos incluso el derecho a dejar de serlo. La razón es que el antisemitismo necesita de la existencia de judíos, piadosos o secularizados, que le aporten gente a la que culpar, perseguir y eventualmente asesinar para mantener su visión totalitaria del mundo. Las docenas de miles de judíos que se secularizaron en Alemania, Francia o los Países Bajos chocaron con el auge del antisemitismo feroz que, al estilo del caso Dreyfus, se negó a reconocerles como ciudadanos corrientes. En la Alemania nazi, muchos descubrieron descender de algún antepasado judío por la persecución oficial. En consecuencia, muchos supervivientes, fuera cual fuera su actitud religiosa, coincidieron con los sionistas en que para sobrevivir necesitaban el renacimiento de Israel.
Muchos sionistas eran socialdemócratas y socialistas utópicos que fundaron los kibutzs, cooperativas alternativas al capitalismo corriente y al de estado o comunismo. Por eso Israel gozó entre la izquierda democrática, por ejemplo en el extinto PSOE, de una simpatía perdida a la vez que se ha ido podemizando y alejando de la democracia. Dando la razón a Hannah Arendt (que defendía el derecho de Israel a existir, pero rehusó vivir allí), el antisemitismo desbordado en la solidaridad con Hamás y el odio a Israel, latente en el negro corazón del neocomunismo y el neonazismo, vuelve a sacar a la superficie el estrecho vínculo entre antisemitismo y totalitarismo. Pues el odio a una pequeña minoría perseguida y su pequeño estado es más la expresión de odio al orden liberal democrático que de solidaridad con los palestinos, que incluyen ciudadanos israelís a todos los efectos, aunque ciertamente no sin problemas de reconocimiento también herederos del antisemitismo.