MANUEL MONTERO-EL CORREO
Nos quejábamos de vicio. Vas a los sitios que antes se hacían incómodos por el gentío y ahora se te cae el alma. El puente de Florencia parecía que se iba a hundir por el peso del turista y de pronto te puedes hacer fotos sin que salga de fondo la tribu multiétnica. Lo mismo en Venecia, Oslo, Bratislava, París…; cada uno, en su especialidad. No tienes que recurrir al soborno o al enchufe para comer en el chiringuito playero, no hay cola en el museo, encuentras sitio en el restaurante…
¿El paraíso para el turista, la imagen añorada, la Alhambra para ti solo? Pues no. Tal ilusión es muy breve; enseguida se impone una especie de vacío, la sensación de que algo va mal.
De entrada, aunque se te haya ocurrido irte de turista -por vicio, costumbre o para aprovechar los precios- sigues receloso, que es nuestro estado natural desde que empezó la pandemia. De modo que estás junto a la torre Eiffel o en Trafalgar Square y controlas cuántos van sin mascarilla o la llevan mal puesta y si aquellos de allí, holandeses, guardan la distancia de seguridad. Estos son muy descuidados, comentas con arrogancia. Y la retahíla sigue, la pandemia de sospechas: sólo faltaba que por un ruso que te cruzas -«¿pero a éstos les dejan salir?», piensas mientras te estallan los prejuicios- te pegue el coronavirus.
Así, ha surgido un nuevo motivo de desconfianza étnico-cultural y recitamos los países según cómo les ha ido (o va) en la pandemia, pues todos creemos tener inmejorable información del impacto internacional del coronavirus. En los lugares turísticos no hay ahora norteamericanos, pero si los viésemos saldríamos escopeteados. Otra cosa es que nos extrañe que al llegar a Praga te rodeen en el aeropuerto los sanitarios con ojos de horror al enterarse de la nacionalidad española. Tenemos tendencia a la indulgencia con nosotros y prevenciones sobre las desidias ajenas.
Una consecuencia del dichoso virus es habernos convertido en un mundo de apestados, pues todos lo somos en alguna medida para los demás, sobre todo si hay diferencias culturales. Ves un chino, haces un chiste sobre Wuhan, miras con recelos e, inadvertidamente, florece el etnicismo por nuestra capacidad de estigmatizar a la brava. ¿Y qué decir de los aragoneses? ¿Y de los madrileños? Cambian los estigmas según las semanas, pero, tal y como van las cosas, esto terminará forzando el aislamiento sanitario de Cataluña -que no admitirá Torra, a él no le aísla nadie-, generalizándose la obsesión de que no se acerque por aquí ningún catalán, habida cuenta su facilidad por prohijar coronavirus.
Así las cosas, el turista aventurado -lo es en estos tiempos quien se lanza al turismo- echa de menos a los grupos de japoneses disciplinados siguiendo a la guía que lleva el paraguas enhiesto, a las cuadrillas de italianos bulliciosos y a la excursión de Carabanchel, todos criticando al guía y perdiéndose.
Ha quebrado el requisito básico para el turismo (y para buena parte de las actividades sociales): la despreocupación. Sin tranquilidad y confianza, el turismo se convierte en una carrera de obstáculos. La visita a Berlín, Liechtenstein o Glasgow resulta un desastre entre ponerte la mascarilla, lavarte las manos con alcohol, controlar distancias de seguridad e indignarte por la dejación de los locales, los turistas, los jóvenes y los demás. Si no te vuelves inmediatamente a casa es: a) por no perder los billetes; b) porque en casa te vas a cabrear con los locales, los turistas, los jóvenes y los demás.
La experiencia demuestra que en la recuperación del turismo no caben apaños, ofertas o grandes declaraciones. Seguiremos en la situación de confinamiento mental mientras subsistan preocupaciones sanitarias y haya que consultar cómo va la gráfica del virus, el mapa de los rebrotes y las declaraciones oficiales sobre si habrá pegas sanitarias al salir o para volver. La despreocupación y la confianza social no son los materiales de los que están hechos nuestros sueños, sino la argamasa que los hacen posible. Antes las dábamos por descontadas, pero era porque nos creíamos invulnerables.
¿Al menos estarán contentos los antituristas, estrella pública hace tres años? Ernai describía al turismo como un «grupo de zombis que sacan fotografías allí y aquí». El verano lo dedicaron a manifestaciones pidiendo otro «modelo de turismo» . Imitaban al radicalismo catalán y fue flor de un día. Después de 2017 se olvidaron del asunto y dejaron de dar la matraca, aunque cualquier reivindicación como pueblo estará siempre en la recámara.
Lograda la meta por vías víricas, resulta improbable que los antituristas estén satisfechos. La clave era tener un motivo para agitar, por lo que se quedan sin excusa si hiciese falta. No hay antiturismo sin turistas, por lo que los echarán de menos.