Ignacio Varela-El Confidencial

  • El gran fraude de este debate es la fabulación oficialista que atribuye a los indultos la propiedad taumatúrgica de modificar la hoja de ruta de las fuerzas independentistas

Tengo una duda que nadie sabe resolverme. Si los indultos a los condenados por el golpe institucional de 2017 son tan trascendentales, constructivos y patrióticos, ¿por qué no se lo contaron a los catalanes en las elecciones de febrero y a los madrileños en la campaña del 4-M? Eso sí habría sido valiente, además de honesto. Pero una de las pautas repetidas del sanchismo es que solo descubre su programa verdadero después de las elecciones, nunca antes.

El gran fraude de este debate es la fabulación oficialista que atribuye a los indultos la propiedad taumatúrgica de modificar la hoja de ruta de las fuerzas independentistas, que, a partir de ellos, se encaminarían hacia un ‘reencuentro’ con el marco constitucional y estatutario que intentaron reventar.

Si alguien mostrara no ya una garantía, sino, al menos, un indicio fundado de que tal cosa pueda ocurrir, sería obligado considerar seriamente su conveniencia. El problema es que tales indicios no existen salvo en el constructo retórico monclovita. De los indultos no saldrá un avance hacia la famosa ‘solución política’, si por solución política se entiende el asentamiento definitivo del autogobierno de Cataluña dentro del orden constitucional (si se entiende otra cosa, es necesario aclararlo cuanto antes). 

Una interpretación más realista es que Sánchez ha esperado a que sucedieran dos cosas: que no hubiera elecciones en el horizonte y que ERC se instalara en la presidencia de la Generalitat. A partir de ahí, los indultos le sirven para comprar tiempo: dos años para pasar el resto de la legislatura con una mesa de negociación abierta —aunque varada— y con la promesa de que en ese periodo no le montarán un incendio en forma de referéndum ilegal o declaración de independencia.

Ello le permitirá jugar tranquilamente sus bazas electorales (vacunación y recuperación económica) sin otro coste que mantener abierta la ilusión óptica de una ‘solución política’ que haga posible lo imposible. Pero eso no es un avance sino un aplazamiento, una especie de ‘tiempo muerto’ pactado hasta las próximas elecciones generales. El mismo tiempo que necesita ERC para consolidarse en la cúpula del poder, imponer su hegemonía en el universo nacionalista y establecer su plan de independencia no al contado, sino en cómodos plazos. 

Mal asunto hacer descansar toda una estrategia nacional sobre la complicidad de ERC. Primero, porque la Historia no conoce un pacto político que ese partido no haya traicionado. Sin necesidad de remontarse a los años treinta, pueden atestiguarlo los dos últimos presidentes del Gobierno, Zapatero y Rajoy, y los propios socios nacionalistas de Esquerra. Pero aunque ERC fuera fiable —que no lo es—, está el hecho de que las otras dos fuerzas del independentismo no tienen ningún interés en que Junqueras y Aragonès triunfen y se queden 20 años en el poder. Al revés, su interés objetivo es que la tregua fracase, y a ello se aplicarán desde el primer día.

Por si fuera poco, estamos ante una situación de dependencia asimétrica. La posición negociadora del Gobierno sería más fuerte si su estabilidad no dependiera de quien está al otro lado de la mesa. Pero el caso es que Sánchez depende de Aragonès, mientras Aragonès no depende de Sánchez, y eso crea un desequilibrio fatal. 

La independencia de Cataluña acarrea necesariamente la destrucción del Estado español y la abolición de su Constitución. Por eso el independentismo desplegó una agresión programada —y sostenida— con el afán de abatir ambas cosas. Pues bien, el eterno problema de las políticas de apaciguamiento es que, al no exigir nada al agresor y limitarse a ofrecerle concesiones para ganar tiempo o que deponga voluntariamente su actitud, este jamás las toma como muestra de buena voluntad, sino de debilidad; y cada concesión sin contrapartida alimenta la fantasía de que sus objetivos son realizables. No creo necesario precisar ejemplos históricos que están en la mente de todos. 

El eterno problema de las políticas de apaciguamiento es que, al no exigir nada al agresor, este las toma como muestra de debilidad

Esto no significa que haya que apostar ciegamente por la escalada del conflicto y renunciar a cualquier vía de pacificación. Pero está comprobado que las políticas de apaciguamiento ante sujetos agresores solo son efectivas si van acompañadas —en realidad, si van precedidas— de políticas disuasorias al menos tan terminantes como la agresión misma. En estos casos, no puede haber una cesión que no comporte una exigencia simétrica para la otra parte. Ejemplo concreto: indultar es incompatible con ‘lo volveremos a hacer’. 

La ‘solución política’ de la que tanto se habla requiere al menos tres condiciones que hoy no se dan ni los indultos facilitarán:

La primera es que los independentistas se convenzan definitivamente de que su proyecto no es realizable, ni ahora ni dentro de 20 años. Pero todo lo que ha hecho Sánchez desde que llegó al poder ha operado en el sentido contrario, el de hacerles creer que, mientras él siga en la Moncloa, cualquier cosa es posible.

La segunda es disponer de una gran base de respaldo social y parlamentario. Blair jamás habría llegado al Acuerdo del Viernes Santo sin el apoyo del Parlamento y la comprensión de la opinión pública británica. El Gobierno PSOE-Podemos es un instrumento tan inútil para encauzar por sí mismo este conflicto que afecta a la existencia misma del Estado como lo sería, en su caso, la acción excluyente de un Gobierno del PP con o sin el apoyo de Vox.

El hecho de que Sánchez no haya dedicado ni medio minuto a compartir con el líder de la oposición la supuesta utilidad pública de los indultos y que la única respuesta que se le ocurra a Casado sea irse a Colón con Abascal y poner mesas petitorias, como hace 15 años, no es la menor de las contraindicaciones que tiene esta decisión.

La tercera, obviamente, es tomarse de la mano y aferrarse al marco constitucional. Concertarse para fijar el perímetro de lo que es constitucionalmente intocable (por ejemplo, el artículo 2) y lo que podría ser revisable (por ejemplo, cerrar la definición de las competencias o reformular el Senado). Planificar una progresión federal del Estado autonómico. Ofrecer una reforma del Estatuto de Cataluña sobre esas bases. Y exigir a Aragonès que actúe como presidente autonómico y representante ordinario del Estado, no como jefe de un piquete de demolición del orden democrático. No hace falta que se lo crea, basta que lo haga porque se lo manda la ley. 

Y, por supuesto, desarrollar un plan de presencia activa y visible de España (no solo del Estado) en Cataluña. Si el plan de Junqueras es que en una década haya un 60% de independentistas, el de las fuerzas constitucionales debe ser que en ese plazo un 60% de los catalanes, nacionalistas o no, deseen seguir siendo españoles a todos los efectos. Conseguir eso exige practicar la lucha política en el sentido más noble de la palabra. Lo demás, el mero apaciguamiento que solo entiende de batirse en retirada, es una triste forma de postergar la derrota para que se la coman otros. 

En todo caso, no se alarmen: Pedro Sánchez no es un apaciguador —no sabría ni podría—, es solamente un jeta. Ahí hay una esperanza.