- De repente volvimos a ser analógicos, el Gobierno desapareció, nos dejó solos varias horas y reparamos en que no hemos invertido lo suficiente en lo elemental
Cada uno lo ha vivido a su manera. Al mediodía estábamos en la redacción de El Debate, con una mañana animada, centrada en dos importantes noticias: el procesamiento del hermano de Sánchez –que en cualquier democracia convencional se llevaría por delante al presidente que hizo posible tal alarde de nepotismo– y los detalles del cónclave donde se elegirá al nuevo Papa. Y de repente ocurrió lo mismo que en todas partes: se fue la luz. Enseguida supimos que se trataba de un apagón general en toda España y Portugal. Subimos la noticia con máxima celeridad. La curva de tráfico se disparó como un géiser, alcanzando con celeridad los 64.000 lectores simultáneos. A partir de ahí continuamos haciendo nuestro trabajo: redactores a la calle, llamadas a las instituciones oficiales, que se limitaban a remitir a Red Eléctrica y no decían ni palabra, chequeo de lo que pasaba en las diversas ciudades… Hasta que el wifi del periódico se agotó y los teléfonos móviles se quedaron sin datos. De propina, el edificio del periódico fue desalojado a la fuerza, pues sin luz no estaban garantizadas las medidas contra incendios, y ya no pudimos seguir trabajando allí. Aunque un equipo de compañeros que se encontraban en otros puntos de España y el extranjero continuaron subiendo noticias (que por otra parte el gran público no podía leer, al colgarse en casi todas partes de España el wifi y los datos móviles).
Nunca he experimentado una sensación de irrealidad equiparable a la que me embargó al verme en la calle ayer hacia las tres de la tarde de este lunes sin poder trabajar. Ni siquiera en los días de la pandemia, cuando mal que bien seguimos sacando adelante los periódicos, sentí esta suerte de desconexión total, que atiende a que hoy el mundo es totalmente digital y eléctrico, y si se corta ese cordón umbilical te quedas en un limbo extraño, que no entra en los cálculos de nadie.
Era la hora de comer cuando nos vimos en la calle, en el centro de Madrid. La primera novedad fue que de repente volvía a cobrar un enorme valor el dinero en efectivo, clave para poner manducar algo, pues en la mayoría de los restaurantes, bocaterías y mesones que se mantenían abiertos no funcionaban los datáfonos y solo aceptan metálico. La segunda novedad era que el famoso «kit de supervivencia» de Von der Leyen, que tantas chuflas nos había provocado –yo mismo le dediqué un artículo paródico–, pasaba a resultar de lo más razonable y útil.
Lo tercero que me llamó la atención es la impresionante alegría de vivir de la gente que impera en la capital de España. Las terrazas estaban abarrotadas de peña disfrutando del aperitivo, como si fuese un sábado feriado en soleada tarde de primavera. También anoté que los primeros en bajar la persiana fueron los establecimientos de franquicias guiris, mientras que nuestras tabernas y colmados resistían estoicamente. Un diez por cierto para El Corte Inglés, que no sé con qué extraña magia, en medio del caos general, continuaba ofreciendo todo su servicio en supermercado como si tal cosa. En los bazares chinos se agotaron en un volao los viejos transistores, porque la radio volvía a emerger como el medio que no falla cuando todo falla. Y las tiendas de informática de barrio hacían su agosto vendiendo baterías para cargar móviles.
Caminando por la calle me crucé a las cinco y media con una diputada del PP, que me saludó con una ironía sobre lo bien que había informado Sánchez a la población. En efecto, lo sucedido requiere también un apunte político. Nadie puede hacer frente con éxito de manera inmediata a un desafío como el del apagón de ayer. Pero aún así resultó lastimoso el silencio del Ejecutivo, que tardó hora y media en aparecer, y solo para emitir un comunicado informando de que se iban a reunir en su comité de emergencia. Sánchez, el rey del plasma, no asomó su augusta efigie hasta pasadas seis horas. Llevamos muchos años desguazando el Estado y como se vio ya en la pandemia, y se remachó en la dana, este modelo no funciona cuando España tiene que enfrentar desafíos absolutamente extraordinarios. Y menos con un impostor al frente de la nave.
El tiempo aclarará qué ha pasado exactamente (los portugueses hablan de una avería en el servicio español). Pero ver la Península ibérica a oscuras y paralizada supone una bofetada que refleja que algo se ha hecho mal. No se han reforzado las infraestructuras eléctricas y de soporte de datos del modo debido y no han sido protegidas de manera adecuada. Pagamos la idiocia de muchos años en que Europa se ha dedicado a exagerar hasta la histeria un posible problema del futuro –los daños del clima– mientras descuidaba los problemas reales del presente, como proteger lo más básico.
Contamos con un pueblo de buena entraña. Se veía, por ejemplo, en el civismo y la calma con que conductores y peatones se organizaban espontáneamente en un mundo sin semáforos. Pero sufrimos a un gobierno de aficionados y simuladores y una Europa con una empanada impresionante, que solo ahora empieza a entender que tiene que defenderse, que hay infraestructuras delicadísimas y que la vida normal de sus ciudadanos a veces pende de un hilo. El apagón nos devolvió de golpe al mundo analógico de mediados del siglo XX.
Menos chapa «progresista», menos turra de género, menos victimismo y menos eco-monserga y más ocuparse de los asuntos medulares que garantizan el funcionamiento normal de un país. Hace falta con urgencia otro Gobierno y más España. Los virreinatos regionales no sirven ante los desafíos supremos y los presidentes figurines y escapistas, tampoco. Un apagón como el de ayer nos ha cogido con el Conejo de Paiporta al timón, y eso es como estar en manos de Francesco Schettino, el capitán del Costa Concordia.
El bromazo final es que aquella que tenía que haberse ocupado todos estos años de garantizar el servicio eléctrico, Teresa Ribera, ha visto premiada su suprema incompetencia y su fuga en los días de la dana con un chollazo en Bruselas de golosos ingresos.
Hemos tenido un gran apagón en las calles y tenemos también otro en la Moncloa.
Hay que echarlos. Y ya.